Dicen los tehuelches que la Patagonia era solo hielo y nieve cuando el cisne la cruzó volando por primera vez. Venía desde más allá del mar, de la isla divina donde Kóoch había creado la vida y donde había nacido Elal, a quién Kóoch cargó sobre el blanco lomo del cisne para que este lo lleve hasta la cumbre del cerro Chaltén.
Dicen también que detrás del cisne volaron el resto de los pájaros, que los peces los siguieron por el agua y que los animales terrestres cruzaron el océano a bordo de unos y de otros. Así la nueva tierra se pobló de guanacos, de liebres y de zorros; los patos y los flamencos ocuparon las lagunas y los chingolos, los chorlos y los cóndores surcaron por primera vez el desnudo cielo patagónico.
Por eso Elal no estuvo solo durante los tres días y las tres noches que permaneció en la cumbre del Chaltén contemplando el desierto helado que habitaría su estirpe, fueron los pájaros los que le trajeron alimentos y lo cobijaron entre sus plumas suaves.
Cuando Elal comenzó a bajar por la ladera de la montaña le salieron al encuentro Kókeshke y Shie, el frío y la nieve. Los dos hermanos que hasta entonces dominaban la Patagonia lo atacaron furiosos, ayudados por el hielo y por Máip, el viento asesino. Pero Elal ahuyentó a todos golpeando entre sí dos piedras que se agachó a recoger, y ese fue su primer invento: el fuego.
Cuentan que Elal siempre fue sabio, que desde muy chiquito supo cazar animales con el arco y la flecha que el mismo había inventado. Que ahuyentó al mar con sus flechazos para agrandar la tierra, que creó las estaciones, amansó las fieras y ordenó la vida. Y que un día modelando estatuitas de barro, creó los hombres y las mujeres: los tehuelches.
A ellos –los Chónek– les confió los secretos de la caza; les enseñó a diferenciar las huellas de los animales, a seguirles el rastro y a ponerles el señuelo; a fabricar las armas y a encender el fuego. También a fabricar abrigados quillangos, a preparar el cuero para los toldos, hasta dejarlo liso e impermeable y otras muchas, muchísimas cosas que tan solo Elal sabía.
Cuentan que hasta la luna y el sol están donde están por obra de Elal, que los echó de la tierra porque no querían darle a su hija por esposa. Que el mar crece con la luna nueva porque la muchacha, abandonada por el héroe en el océano, quiere acercarse al cielo, desde donde su madre la llama.
También que si no fuera porque una vez hace muchísimo tiempo, cuando hombres y animales eran la misma cosa, Elal castigó una pareja de lobos de mar, no existirían el deseo ni la muerte.
Finalmente, Elal, el sabio, protector de los Chónek –los Tehuelches–, dio por terminados sus trabajos.
Dicen que un día poco antes del amanecer, reunió a los Chónek para despedirse de ellos y darles las últimas instrucciones. Les anunció que se iba, pidió que no le rindieran honores, pero que transmitieran sus enseñanzas a sus hijos, y éstos a los suyos, y aquellos a los propios, para que nunca murieran los secretos de los Tehuelches.
Y cuando el sol ya se asomaba en el horizonte Elal llamó al cisne, su viejo compañero. Se subió a su lomo y le indicó con un gesto el este ardiente. Entonces el cisne se alejó del acantilado, corrió un trecho y levantó vuelo por encima del mar. Inclinándose sobre el ave que lo llevaba, y acariciando su cuello. Elal le pidió al cisne que le avisara cuando estuviera cansado y cuando el cisne se quejaba Elal disparaba una flecha hacia abajo y con cada flechazo surgía en el agua una isla donde el ave se posaba a descansar. Dicen que varias islas se distinguen todavía desde la costa patagónica y que en alguna de ella, muy lejos, donde ningún hombre vivo puede llegar, vive Elal.
Sentado frente a hogueras que nunca se extinguen, escucha las historias que le cuentan los tehuelches que resucitados llegan cada tanto para quedarse con él, guiados por el magnánimo Wendéunk, el espíritu que lleva la cuenta de las acciones de los tehuelches y los conduce, después de muertos, al encuentro de Elal.
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