No siempre lo mejor para los hijos e hijas es aquello que compense las carencias de la propia infancia. Lo que no vivimos en su momento no será resarcido por el hecho de que ellas y ellos lo puedan vivir.
¿Quién no ha escuchado más de una vez o, incluso, pronunciado la frase “quiero darles todo lo que yo no tuve” a la hora de expresar deseos respecto de los propios hijos? Por supuesto que a nuestras hijas e hijos les deseamos lo mejor y esperamos que sus vidas sean lo más felices posible; también es cierto que solemos tener una idea de “felicidad” idealizada forjada en nuestra propia infancia, cuando deseábamos cosas que no siempre podíamos tener por muy diversas razones, sobre todo si había restricciones económicas o afectivas: muchos juguetes, ser complacidos y mimados, poder comprar cosas, comer todo lo que queríamos sin restricciones. Pero no siempre lo mejor para los propios hijos e hijas es aquello que compensaría las carencias de nuestra infancia –esas que duelen al ser evocadas–, tengo para mí que lo que no vivimos en su momento no será resarcido internamente por el hecho de que nuestras propias hijas e hijos lo puedan vivir.
En mi trabajo como docente suelo encontrarme con madres y padres que vienen de hogares económicamente humildes y hoy, al encontrarse en una buena posición, abruman con regalos a sus hijos, llenándolos de cosas que hubieran querido tener y que forman parte de aquellos sueños frustrados de infancia. Pero por lo que tengo observado generalmente esos hijos e hijas pierden a través de esta dinámica el valor de las cosas, saturados de objetos que no pueden ni disfrutar pasan a ser consumidores ansiosos e insaciables, en vez de hijos e hijas felices. Otro ejemplo es el de los padres que, como no tenían diálogo con sus progenitores, deciden ser “amigos” de sus hijos, apabullarlos con una cercanía que no deja espacios, basada en la idea de que la horizontalidad es lo que sirve. El resultado es una gran confusión de roles, que lleva a conflictos y angustias al por mayor.
Esto no significa que lo vivido en el pasado deba dejar de ser una referencia esencial en la relación con nuestras hijas e hijos, pero lo que hubiéramos necesitado allá y entonces quienes hoy somos madres y padres no debería ser la única referencia para educarles. Una colega psicopedagoga me dijo una vez que veía muchos padres preocupados porque sus hijos tengan todo lo que ellos no tuvieron, pero que esos mismos padres olvidaban ofrecer lo que sí recibieron en la infancia, aquello que hoy sus hijos necesitaban y mucho: valores, afecto, convicción, generosidad, autenticidad, actitud, orden, ganas… Esas cosas que a veces se han recibido como herencia, pero que, al cotejarlas con un ideal de prosperidad y abundancia material, se dejan de lado y se ningunean, olvidando transmitirlas como recursos esenciales a las nuevas generaciones.
En muchos casos, las restricciones vividas en el pasado fueron estímulo de acciones que hoy han tenido frutos positivos. Sin aquellas, hoy no existirían algunas buenas cosas, como ocurre con la tenacidad que muchos estudiantes tienen cuando saben que estudiar es su manera de salir de la pobreza, mientras que esa actitud es inexistente cuando se estudia porque así lo determina un mandato al que no se le encuentra sentido. No digo que haya que mantener la pobreza como fuente de entusiasmo, pero sí reconocer que las cosas buenas no pasan solamente por tener algo determinado –la satisfacción de todos los deseos por ejemplo–, sino por esa actitud ante las contingencias de la propia vida que nos permite generar sentido y motivación. Esa actitud, esa predisposición puede transmitirse, pero no si estamos demasiado ocupados y ocupadas en “reparar” la propia infancia en vez de percibir las necesidades reales de nuestras hijas e hijos.
Las infancias y adolescencias requieren ayuda para sortear los obstáculos y acceder a lo que necesitan y desean, pero ayudarlos no es darles todo lo que no tuvimos y menos de manera automática y sin reflexión. Nuestras hijas e hijos son seres independientes, personas nuevas, y reconocer esta realidad es, sin dudas, la mejor manera de reparar viejas heridas sin quedar presos del pasado. Como afirma Khalil Gibran en su famoso poema “Tú eres el arco del cual tus hijos, / como flechas vivas, / son lanzados. / Deja que la inclinación, / en tu mano de arquero, / sea para la felicidad”.
Dejar un comentario