Los textos que compartimos integran Recuerda que has de morir. Libro de cuentos de Silvia Urtubey publicado por el Fondo Editorial Rionegrino, promotor y difusor permanente de nuestra literatura.
El lazo
Avanzo unos pasos apenas y veo, en perspectiva, los muros y su sombra rodeándome. Espero impaciente en la fila a que me revisen para visitarla por primera vez. Qué mal trago. Siempre creí que algún día tendría que ocuparme de mi madre senil o cuando una larga y penosa enfermedad la jaqueara. O que quizá me tocaría internarla en una residencia geriátrica como hizo ella con su madre. Pero visitarla en la cárcel y sentarme a su lado sin saber qué hacer, qué decir, qué no decir, cómo mirarla, eso no me lo había imaginado.
Estar presa es como estar muerta. Estar aquí, en la fila, es haberme muerto también. Todo es lo mismo. Un huracán que me come desde el paredón. No hay matices. Solo maneras de decir que estamos perdidos, que nos traga un abismo.
Estar presa es como estar muerta, aunque al final el que está muerto es papá.
Ella lo mató. Se hace la tonta o la loca. No sé qué trama con la abogada. Tampoco sé cuántas veces más voy a venir.
Todavía no he llegado a la primera posta de la cadena de revisaciones y trámites y ya siento mareos. Veo los rostros agobiados de quienes están acostumbrados a todo esto. Muertos que sonríen, que esperan, que traen algo para comer ¿Me estará reservada también esa clase de resignación?
Trato de no reparar en la niña que de a ratos me mira. Ella no parece muerta como nosotros. “Vení, Juana”, dice quien parece ser su abuela. “La trenza se te va a arruinar antes de que tu madre pueda verte”.
“¿A quién habrá matado la madre de Juana?” me pregunto. El rostro de la piba, al que me esfuerzo por evitar, es a la vez el punto del universo que más me atrae. No quiero conocer su gesto desgarrado. Ella juega y está aquí como otros niños y niñas están en la plaza, en el cine o en la escuela. Dibuja una rayuela con una piedra sobre el suelo rústico. En el primer cuadrado, con letra desordenada, “Tierra”. Al final del recorrido, “Sielo”, y lo escribe con S. La nena arroja la piedra.
Por olvidarme de la niña pienso en el guardián que vigila desde una torre precaria. ¿Habrá estado siempre allí? ¿Tendrá hijos? ¿Qué comerá? ¿Será un hombre fiel? ¿Qué es lo que ve cuando nos ve a los de la fila? Él también parece muerto.
El grito de la niña me saca de mi ensueño. La veo correr temerosa e indefensa hacia los brazos de su abuela con la piedra en la mano, mortificada por el raspón húmedo en una de sus rodillas, pero mucho más porque anticipa la reprimenda:
─¡Yo te lo dije, Juanita! ─dice la abuela. ─Ahora tu madre te va a ver con la trenza desordenada, la pierna machucada y los ojos llorosos─. Munida de un pequeño pañuelo, le limpia con destreza los mocos y la cara sucia.
Pensé: “No traje ¿Y si me da por llorar frente a mami? ¡Qué desnuda me sentiré sin pañuelo! ¿Y si es mami, en cambio, quien llora? ¿Con qué le secaría los ojos?”.
Ahora, entre los visitantes, se oyen murmullos. Murmullos de muertos. Zombis amontonados afuera a la espera de que se abran las puertas y los dejen entrar al corral. Algunas personas de la fila se saludan amistosamente. El tiempo me concederá pronto, si continúo viniendo, saludos como los que se profieren entre ellos.
Insisto en esquivar a la niña, pero la veo otra vez. Cuanto más me obstino en eludir el cuadro, más me increpa su presencia, su trenza, sus raspones. Quiero evitarlo pero no puedo. Veo el detalle del moño deslizándose trenza abajo, impecable, almidonado, rosado como las encías de un conejo. “Va a caer” pienso. “Estallará contra el suelo, alguien lo pisará, quedará manchado, rasgará su inocencia. Su madre la verá deslucida, la abuela se lo advirtió”.
No puedo permitir que caiga. Siento un fuerte deseo de atajarlo.
No sé bien cómo lo hice pero el lazo ya está entre mis manos y tiembla. Es un pájaro recién salvado. Juana y yo sonreímos mirándonos a los ojos. Ella tira de uno de los extremos de la cinta. El moño se deshace. La niña gira, queda de espaldas a mí y me ofrece la trenza desaliñada para que la corrija. Ya lo estoy haciendo como si hiciera mucho, mucho tiempo que nos encontramos en este túnel.
Arreglo su trenza cabello por cabello, estiro la cinta con empeño, la plancho con los dedos y me esmero en el nudo inicial. Intento con torpeza enroscar y sostener el bucle con un moño que se ve descuidado pese a mi voluntad. No me convence. Lo vuelvo a ordenar. Juana se lo quita. Deshace lo que queda de mi intento, estira la cinta, y con ella, dispuesta a retomar su juego, envuelve la piedra. Así, envuelta, la arroja, salta en un pie, cae con los dos. Otra vez un pie, de nuevo los dos, “Sielo”.
Cuando la puerta se abre, la fila se convierte en una hilera de hormiguitas tristes, arrugadas, obedientes. Qué notable la apariencia moribunda de la vigilante. Me alisto con los demás repasando en mi cabeza todas las muertes que he visto aquí.
La niña, ahora con el pelo suelto, se forma al costado de su abuela como una escolar domesticada. Cuando los escolares están domesticados ya han empezado a morir. También yo sé, desde mis años de escuela, tomar distancia, mirar la nuca del de adelante, marchar derechita, morirme de a poco.
Juana suelta la piedra. Sin que nadie le diga nada, le quita el envoltorio y la deja en el suelo. La niña ya sabe. Afuera la piedra es un juguete, como un balero, como una cuna en miniatura, como un muñeco que habla. Pero adentro, no. Arruga el lazo y lo mete en el bolsillo. Cuando llega su turno lo saca y se lo da en la mano a la uniformada que vigila la primera frontera de controles. Adentro, el lazo también es un arma.
Cenizas de papá
I
Mamá organizó la exhumación de los restos óseos de papá con poca etiqueta, escasa formalidad y riguroso dramatismo. En fin, a su estilo.
No podría afirmar que me lo está pidiendo, pero ella coquetea. Quiere tentarme. Menciona –en conversaciones casuales– que ya habló con Sara y que Sara irá.
Con devaneos, mamá desliza que “ya es tiempo”, que “papá lleva 10 años en la tierra”, que “es hora de preparar las cosas para su cremación y hora de hacer lugar al cumplimento de su deseo” –el de él– “habitar ese suelo, aunque más no sea en estado de cenizas”.
Escucho a mamá convocándome de una manera gris. El tono grave, el gesto severo pero apocado. Escucho el reproche encubierto por mi ausencia, diez años atrás, en los servicios funerarios de papá. Parece tratarse de una nueva versión de aquella muerte que me dejó a medias huérfana. Mamá, del otro lado del teléfono, me traga, me invade. Coloniza mi silencio con esa manera imprecisa de dejarme afuera mientras parece que me lleva con ella. Intento sobrevivir.
Yo recordaba a mamá y su afición a participar en las exhumaciones de los difuntos de la familia. Sin disimulo ni recato, como quien se va de paseo: vestuario especial para la ocasión y preparativos propios de las salidas sin niños, allá iba mamá. De regreso, la narración. No ahorraba detalles, no tenía tapujos ni pudor. Desplegaba el cómo, el dónde y el cuándo explícitamente y con acento heroico. Como si presenciáramos un milagro, los niños éramos testigos de que mamá había sido un deudo diligente.
Decidí asistir. A mi manera. Aunque fuera invisible, aunque fuera inaudible.
II
Llegué más temprano de lo que pensaba. Sara me había pasado el horario por teléfono. Sentí la obligación de ser puntual. A veces exagero. Tuve que averiguar cómo llegar. Nunca había ido sola ni en ómnibus. Miré el reloj. Las distancias y las dimensiones, cuando se es niño, se perciben aumentadas y, en tanto vamos creciendo, la ilusión consiste en que todo en derredor disminuye su tamaño.
Volví a consultar el reloj. Las cuatro y media. Bajé del ómnibus. Tenía un bolsito liviano entre las manos para llevar los documentos, las llaves, unos pesos y cigarrillos. Traté de reconocer, entre las señales publicitarias y los ornamentos actuales, la tranquera y el guardaganado y luego caminé por el sendero que conducía al siguiente desvío.
Toqué la cuerda de mi reloj pulsera con el índice y el pulgar de la mano derecha. Era un tic. Miré a través del cristal transparente y redondo. Dieciséis cuarenta y cinco. Enseguida llegaré al desvío. El aspecto de las casas ha cambiado, pero reconocería el camino con los ojos vendados. Dieciséis cincuenta. Por aquí encuentro el recuerdo de mi sandalia quemada en el intento desesperado por sofocar, a pataditas, el fuego con el que pretendía destruir un nido de hormigas coloradas. Dieciséis cincuenta y cuatro.
III
Sara dijo que ellos vendrían a las diecisiete treinta. No sé si ella vendrá. A veces me hace esas cosas. Me provoca sentir que la dejo sola con asuntos pesados y una vez que consigue implicarme de lleno en la historia, la que desaparece es ella y la sola soy yo.
Si los conozco bien, mamá y Juanjo entrarán por el frente e irán hacia el fondo, hasta el rectángulo que se ajusta a los límites de lo que fuera el quincho y el cuartito de las herramientas, detrás de la pileta. Ella no dejará que él lleve el cofre. ¿O será una cajita? Tal vez un jarrón azul y dorado al estilo del gusto horrible de mamá.
Han quitado el cartel que decía “Rincón Feliz”. Pero allí sigue, volcada, a un costado de la tranquera, con el pico roto, la cigüeña de yeso que mamá atropelló en una maniobra difícil haciendo marcha atrás cuando aprendía a manejar. Diecisiete veintiocho.
IV
Me oculto detrás del árbol del que colgaba la hamaca verde. Recuerdo los troncos, antes delgados, jóvenes y pintados a la cal. Ahí veo llegar a Sara. Permanezco oculta. No quiero que me vea. La miro desde lejos. No me busca. Probablemente ni siquiera piense que vine. Se esconde tras el ligustro recortado que pespuntea la pileta. Diecisiete veintinueve.
Mamá y Juanjo aparecen a lo lejos. Dos puntitos oscuros que se van agrandando. Veo a Sara en su escondite. El viento choca contra mi cara, la cabellera de Sara se estira hacia atrás bajo el efecto del mismo soplido.
Al final estaba equivocada: no es un jarrón azul y dorado, sino una especie de tetera plateada y opaca, también al estilo del horrible gusto de mamá, que seguro dirá que es de plata. Todos sabrán que es mentira, pero nadie la contradirá. Mamá y Juanjo abren la teterita y vuelcan al viento su contenido.
No puedo ver los ojos húmedos de Sara cuando los cierra, defendiéndose del ardor, porque yo también cierro los míos. A mí también el viento me los llena con cenizas de papá.
Silvia Urtubey nació en 1959 en CABA, se crió en Valentín Alsina y desde 1986 vive en Dina Huapi. Fue maestra jardinera y profesora en el IFDC de Bariloche. Publicó textos en revistas barriales, plaquetas de diversas editoriales y antologías. Integra el grupo literario Yuyos Malditos y coordina su colección de trípticos. Textos suyos forman parte de Transversal – Antología de poesía contemporánea de Río Negro compilada por Graciela Cros – FER (2019). Publicó los libros de poesía La rebelión de la muda – FER (2017) y Rayas blancas sobre fondo blanco – Ediciones del Dock (2019) y el volumen de cuentos Recuerda que has de morir – FER (2019).
Las imágenes que engalanan nuestras Páginas Patagónicas son obra y gentileza de René Vargas Ojeda
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