Compartimos con ustedes una primera entrega del trabajo realizado por las profesoras Liliana Lusetti y Cecilia Mecozzi y dedicado a la educación en la Patagonia luego de concluida la campaña militar.
La sanción de una legislación educativa uniforme, la creación de escuelas -con mucha lentitud y múltiples adversidades- y la creación de un cuerpo de Inspectores escolares de Territorios, fueron alguna de las medidas que tomó el Estado Nacional para extender el sistema educativo a la Patagonia. La tarea no fue sencilla, ya lo advertía Benjamín Zorrilla -Presidente del Consejo Nacional de Educación- cuando en su Memoria de 1886 escribía: “Inútil sería esperar mucho de una legislación escolar en puntos lejanos, donde su aplicación será difícil por la distancia que separa Colonias y Territorios de la Capital; por la falta de preceptores competentes, por la dificultad de encontrar personas capaces que puedan formar los Consejos Escolares y atender con empeño y dedicación las funciones de su cargo; por la naturaleza de las poblaciones, rebeldes muchas de ellas a la escuela y esparcidas en extensos territorios”(1)
Además de crear escuelas y designar maestros normales -que estuvieran dispuestos a trasladarse hasta estas lejanías- a fin de que los establecimientos se poblaran de alumnos se fomentó una corriente de opinión favorable y esta tarea la protagonizaron los maestros, asistidos por las instituciones culturales de la sociedad civil y la prensa del territorio, que desde sus páginas instaló la problemática educativa en la agenda pública. De este modo las escuelas y sus docentes cumplirían una función primordial en las zonas de frontera -a través de la enseñanza y difusión del idioma y de las prácticas y rituales propios del acervo nacional- llevando adelante una sistemática y paciente obra de argentinización. Por otro lado, en los Territorios la tarea de los docentes se extendió más allá de la escuela, ya que fueron muchas veces consejeros, mediadores en conflictos, y sobre todo voces respetadas que ocupaban un espacio de privilegio y poder dentro de las comunidades. Los maestros y maestras designados por el Consejo Nacional de Educación para ocupar cargos en la Patagonia venían de lugares alejados -Buenos Aires, La Pampa, Chaco, San Luis, La Rioja- y generalmente estaban recién recibidos o tenían pocos años de experiencia. Para muchos de ellos sus destinos laborales fueron espacios de “incivilidad”, “ajenos al concierto de la nacionalidad”, “donde aún quedaban resabios irreductibles de esa barbarie autóctona con visos a malón y a toldería” y “lugares poblados exclusivamente por chilenos”, espacios donde la acción educativa de las escuelas y sus maestros tenían que cumplir la sacrificada tarea de civilizar y argentinizar.
Instalarse como maestros rurales en zonas de frontera implicaba todo un desafío. Lugares alejados, caminos inexistentes, inmensas travesías y una frecuente imagen de soledad y abandono: “¡Un solo maestro! ¿Sabe lo que es? Dejó todo, pobrecito, era del Chaco y mi padre, cuando nos llevó a la escuela dijo: ese es un maestro {…} este hombre dejó todo en su pueblo para venir a este lugar a sufrir como nosotros, con el barro, con las heladas, con la nieve, con las grandes lluvias, con el frío grande, sin tener una casa -porque tenía un rancho nomás el maestro, donde cocinaba la señora con cuatro chicos, dejó todo para una educación para ustedes, así que lo van a respetar más que a mí ¿oyeron? Ahí deben tener el respeto, porque yo como padre, yo les puedo pegar, pero el pobrecito viniendo de tan lejos, va a sufrir un montón acá. (…) Y dijo el maestro: desde ya, sé que voy a sufrir, pero estoy para esto, y con el apoyo suyo Carmoney, y si todos los padres vienen con ese apoyo, vamos a salir adelante, vamos a combatir el frío y todas las cosas malas.”(2) Estos primeros docentes patagónicos, con vocación y fe inquebrantable en las fuerzas morales del magisterio, actuaban convencidos de que su misión era civilizar y avanzan de este modo hacia el progreso. Sus vidas estuvieron signadas por la entrega afectiva e incondicional en pos de objetivos superiores -combatir la ignorancia y constituir la identidad nacional- cuyo cumplimiento implicó para ellos resignación, sufrimiento y abnegación. Se consideraban a sí mismos funcionarios del Estado Nacional y como tales con su palabra y su acción dieron forma a una mística de los docentes como servidores públicos, preocupado por dar respuestas a las necesidades del mismo Estado al que representaban: “Intimamos de inmediato con esta buena gente, máxime cuando nos presentamos como el maestro del lugar. Si la difícil carrera del magisterio es de resignación, sufrimiento y apostólica y cristiana abnegación, consideramos que como paliativo a la dura misión, se cosechan perdurables satisfacciones espirituales, las que no son cotizables por ningún valor o prebenda económica” (3)
Para el imaginario educativo de la época la escuela debía enseñar lo que no se aprendía en las familias y el patriotismo operaba como el núcleo de identificación colectiva que permitía incorporar a los indígenas y a los inmigrantes en la escena nacional. En este contexto las discusiones respecto a qué enseñar y cómo enseñar en las escuelas públicas excedía el plano meramente institucional, para convertirse en un debate de fondo que atravesaba a la sociedad en su conjunto. Desde el Estado se buscaba consolidar la construcción de una nación homogénea y sin fisuras. En el libro de actas de la Escuela Nº 71 el visitador del Consejo Nacional de Educación Sr. González escribía en 1935: “El estado exige la instrucción obligatoria de su niñez que dará proyección a la felicidad y prosperidad a la Nación, y para satisfacer ese noble anhelo surge del instruido el deber patriótico de divulgar su saber con vistas a perfeccionar y mejorar el medio social en que convive.”
Brindar prosperidad a la Nación y mejorar el medio social en que convivían fueron deberes patrióticos impuestos a sí mismos por los docentes y propiciados por ellos en los niños que concurrían a los establecimientos educativos públicos: “El maestro, cumpliendo la ley y sus reglamentos, realiza su tarea. Toda su vida, tanto pública como privada, debe subordinarse a ella. El ejemplo que da, sea bueno o malo, ha de fructificar para el bien o para el mal en el tierno corazón del niño. Las palabras que se pronuncian delante de ellos son irreparables porque se graban definitivamente en sus cerebros vírgenes. Debe entonces el maestro guardar oculto todo pensamiento escéptico o irónico, desengañado o agrio, toda doctrina que pueda originar sentimientos de envidia, rencor, odio o rivalidad. Un verdadero secreto profesional se le impone; violarlo es crimen de lesa humanidad (…)” (4) Afortunadamente esta misión altruista se veía coronada habitualmente por el reconocimiento y la valoración de las comunidades escolares. En las memorias de los maestros patagónicos son frecuentes las referencias a la solidaridad de la gente: “Los maestros siempre encontraron en la Patagonia, el buen vecino que los arrimara a la escuela. El buen vecino que les diera la mano amiga indispensable para vivir” (5) Y en las entrevistas a pobladores aparece con mucha frecuencia la imagen del maestro como consejero y colaborador de la comunidad: “Yo admiraba al maestro, porque le preguntabas de cualquier tema y él sabía, y yo decía ¡Cómo este hombre sabe tanto! ¡Qué mentalidad! (…) los maestros de antes eran los que hacían de todo, desde un certificado hasta lo que podían dar, de lo que sabían se lo daban porque la gente no tenía como ahora ciertos lugares donde ir a pedir (…) Así que, eran consejeros aparte de ser maestros rurales (…)” (6)
NOTAS
(1) Zorrilla, Benjamín. Memoria de 1886. En La Instrucción Primaria en los Territorios, 1934. Pág.101
(2) Historias de vida: Coti Carmoney. Cuadernos del Sur, 2005 – Villa la Angostura.
(3) Fernández, Demetrio. La Escuela Patagónica – Reminiscencia de un maestro (1914-1946), Bahía Blanca, 1960. Talleres Martín Rodríguez y Cia. Pág. 32
(4) Discurso de Pico en ocasión de su toma de posesión de la presidencia del Consejo, Monitor, noviembre de 1932.
(5) Ripa, Julián I. Recuerdos de un maestro patagónico. Buenos Aires, Marymar, 1980., p.7.
(6) Don Roque Rizza en Conociendo Nuestra Gente, Re-edición Nº 5 y 6, junio de 2001, pp.41-55.
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