“(…) si tomamos consciencia de nuestros estados anímicos y nos responsabilizamos por ellos, posiblemente podamos responder de otra manera frente a los acontecimientos.”
En esta nueva entrega voy a intentar poner a circular el tema del enojo y la ira como señales, y para esto me gustaría comenzar expresando que, en estos tiempos, nos encontramos con la posibilidad de volver a habitar espacios públicos, institucionales, laborales, escolares, deportivos, socioculturales, grupales, etc. en donde se empieza a dar nuevamente el encuentro con los otros. Y este retorno, este reencuentro, puede ser desde el enojo o desde nuestros sueños y deseos. Es un momento, en el cual resulta propicio invitarnos a tener paciencia: en primer lugar con nosotros mismos y luego con el mundo que nos rodea.
Cuando nos invade la ansiedad y/o la frustración podemos llegar a colocar en el afuera aquello que nos pone ansiosos o nos angustia. Este mecanismo de defensa que se llama “proyección” es el mecanismo por el cual los impulsos, sentimientos y deseos propios se atribuyen a otro objeto, persona, fenómeno o cosa externa, y a través de él, frente a ciertas frustraciones personales, solemos buscar un lugar en el afuera para poder canalizarlos.
La frustración es el sentimiento que nos invade cuando sucede algo que no esperábamos o bien cuando esperamos –expectativas mediante– algo que no sucede. El grado de intensidad de este sentimiento va a variar de acuerdo con la expectativa que se cree en relación con el objetivo a alcanzar, es decir, cuanto mayor sea la esperanza de que se logre algo, mayor será la decepción o desilusión si lo deseado no se logra.
Hay que estar muy atentos a cómo manejamos la frustración por lo que no pudo ser, por los sueños que no se pudieron cumplir, por lo perdido, por las marcas que ha dejado, en mayor o menor medida, la pandemia en cada uno de nosotros, ya que la frustración puede tener salidas saludables o patológicas.
En ocasiones podemos observar en otras personas, o en nosotros mismos, que una reacción es desmedida en relación a lo acontecido, al hecho en sí. Situaciones en las calles con peatones, con automovilistas, en los transportes públicos, en oficinas, en comercios, en actividades deportivas, etc. nos dan una muestra de la reactividad, es decir de las reacciones desde el enojo, ya sea por parte de los demás o de nosotros mismos.
“No nos perturba lo que nos sucede, sino nuestra interpretación acerca de lo que nos sucede”.
Epiceto
Ahora bien, enumeremos algunas de las posibles causas de la ira y/o el enojo. Una de ellas podría ser la identificación inconsciente con el personaje, con la máscara que utilizamos para compensar un profundo dolor. Por ejemplo: el dolor de no ser suficientemente perfectos a causa de una herida de insuficiencia, de imperfección, que nos hace sentir que nada es suficientemente perfecto. La autoexigencia y el perfeccionismo pueden ser, entre otras, una de las causas de la ira. Pero todos tenemos derecho a equivocarnos, si hoy no nos salió algo, o no pudimos con determinada situación, mañana lo podemos volver a intentar.
Otras de las posibles causas pueden ser las creencias o mandatos, ya que estos también suelen influir en nuetros enojos: “yo debería ser de tal manera o de tal otra”.
También por detrás de la ira pueden haber algunos rasgos determinados, como la rigidez, la intolerancia, el juicio, la incapacidad de aceptar o el miedo, entre otros. Puedo llegar a juzgar a las personas porque no hacen las cosas como yo pienso que habría que hacerlas, entonces creo que mí forma es la forma correcta de concebir la vida y esto me puede llevar al afán de querer cambiar la realidad para que sea como yo considero que debe ser a cada momento, y si algo no sucede de esa manera me enojo, reacciono o estoy irritable.
Cuanto más imperfecto me siento por dentro, cuanto más grande es mi dolor, mayor puede ser la necesidad de reformar el afuera. Creemos que cuando todo eso cambie –los otros, las cosas, etc.– se irá muestro enojo. Pero estamos poniendo el foco en el lugar equivocado: afuera en vez de adentro.
Sin embargo la ira y el enojo no están afuera, están dentro nuestro, y reconocer esto es una forma de asumir nuestra propia responsabilidad, es decir nuestra “habilidad de responder”. Cuando elegimos el camino de la responsabilidad –no el de la culpa– acrecentamos nuestra propia capacidad de responder frente a lo que nos pasa.
Todos tenemos días difíciles en los que nos enojamos y quizás hasta nos excedemos, en la forma en que tratamos a los demás, e incluso en cómo nos tratamos a nosotros, por ejemplo en esos diálogos internos en los que nos decimos cosas hirientes o descalificadoras. Pero si tomamos consciencia de nuestros estados anímicos y nos responsabilizamos por ellos posiblemente podamos responder de otra manera frente a los acontecimientos.
Nadie puede hacernos enojar sin nuestro consentimiento, tenemos la libertad para elegir, podemos decidir cómo responder, o no responder, o qué pensamientos cultivar en nuestros diálogos internos frente a determinadas situaciones:
“Las circunstancias externas pueden despojarnos de todo, menos de una cosa: la libertad de elegir cómo responder a esas circunstancias”.
Viktor Frankl
Reconocer el enojo como una emoción más –como lo son la tristeza, la alegría o la duda entre otros– puede ser un gran primer paso.
Lo que dice el cuerpo cuando sentimos ira
En los momentos previos y durante los episodios en los que experimentamos ira se incrementa la presión arterial, las hormonas del estrés aumentan los niveles de adrenalina y noradrenalina al máximo y se acelera notablemente el ritmo cardíaco. Por ese flujo acentuado en la sangre nos ponemos colorados, los músculos se contraen tensando nuestro cuerpo, la respiración se vuelve muy superficial –corta, rápida, casi como un bufido– y la energía interna se eleva de modo amenazante. La mandíbula tiesa, mostrar los dientes o mantener puños cerrados, son algunas de las formas en que se manifiestan la ira y el enojo.
Estos estados disminuyen notablemente la capacidad de mediatizar la acción con la reflexión del pensamiento y aparece el impulso –de nuestro cerebro primitivo– de atacar y/o escapar de estas situaciones que interpretamos como peligro y nos generan emociones tales como miedo, inseguridad, sentimientos de pérdida, de vulnerabilidad, etc. A su vez la ira puede producir consecuencias físicas –problemas coronarios, gastrointestinales, trastornos del sueño, entre otros– y/o psíquicas, que deberán ser abordadas por profesionales de la salud.
“La ira: un ácido que puede hacer más daño al recipiente en el que se almacena, que en cualquier cosa sobre la que se vierte.”
Seneca
Para finalizar, me gustaría mencionar que la ira – según el trabajo de Elisabeth Kübler-Ross– también puede aparecer en una de las etapas del duelo. Esta psiquiatra suizo-estadounidense fue pionera en los estudios cercanos a la muerte y en su libro “On Death and Dying” presentó su teoría acerca de las diferentes etapas del duelo que según la autora son cinco: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. En ocasiones, la impotencia de no poder cambiar lo ocurrido lleva a la persona –en la etapa de la ira– a proyectar su frustración en el afuera.
Cada vez que nos enojamos, cada vez que sentimos ira, estamos recibiendo una señal, un aviso de que hay un dolor en nuestro interior. Quizás una forma de abordar estas emociones pueda ser empezar a conocernos, acercarnos a nosotros mismos desde un lugar de mayor comprensión. Y si observamos que no podemos solos, que este estado de irritabilidad se sostiene en el tiempo o que nuestras reacciones ponen en riesgo nuestros vínculos, siempre tenemos la posibilidad de consultar un profesional de la salud mental.
Así es que en este tiempo de constantes cambios les propongo que nos invitemos a tenernos paciencia: en primer lugar con nosotros mismos y luego con el mundo que nos rodea.
* María Victoria Perdomo es Psicóloga y referente del Programa Cuidarnos para Cuidar de ATSA – Filial Río Negro.
Excelente lectura