Abuelas y abuelos, raíces en el cielo

Tener abuelas y abuelos es un regalo de la vida. Actualmente muchas familias viven alejadas por elección de vida o necesidad pero siempre se pueden adoptar abuelos y abuelas para no perderse la oportunidad.

En los últimos 50 o 60 años nuestro estilo de vida familiar cambió drásticamente como consecuencia de un nuevo sistema de producción a partir de la inclusión masiva de las mujeres en el circuito laboral, este cambio supone que ambos padres se ausenten del hogar por largos períodos durante las jornadas laborales y crea un nuevo paradigma que implica que muchas niñas y niños queden a cargo de personas ajenas al hogar o en instituciones. Esta tercerización de la crianza se extendió y naturalizó en muchos hogares y hoy forma parte de la cultura doméstica de miles de familias en el mundo.

Sin embargo algunos afortunados todavía pueden contar con sus abuelos para cubrir muchas de las tareas que acompañar el crecimiento implica: la protección, los traslados, la alimentación, velar por el buen descanso y hasta las consultas médicas. Estas infancias y adolescencias privilegiadas tienen la suerte de contar con madres y padres de padres y madres y lo celebran eligiendo todos los apelativos posibles: abu, abuela, nono bobe, zeide, tata, yaya, opi, oma, baba, abue, lala, o por su nombre, cuando la coquetería lo exige.

Insisto con el privilegio y la fortuna de contar en la crianza con abuelas y abuelos porque ellos no sólo cuidan, son el tronco de la familia extendida, la que aporta algo que los padres no siempre vislumbran: pertenencia e identidad, factores indispensables en los nuevos brotes. La mayoría de los abuelos siente adoración por sus nietos, me a tocado ver como en varias casas de abuelos y abuelas las fotos de los hijos van siendo reemplazadas por las de nietas y nietos, señal que sirve para que los hijos que son padres y madres descubran dos verdades: que no están solos en la tarea de la crianza y que definitivamente han alcanzado la adultez.

El abuelazgo constituye una forma contundente de comprender el paso del tiempo, de aceptar la edad y la esperable vejez. Lejos de apenarse, sienten al mismo tiempo otra certeza que supera a las anteriores: los nietos significan que es posible la inmortalidad. Porque al ampliar la familia, ellos prolongan los rasgos, los gestos: extienden la vida. La batalla contra la finitud no está perdida, se ilusionan. Además los abuelos miran diferente. Como suelen no ver bien, usan los ojos para otras cosas. Para opinar, por ejemplo. O para recordar. Como siempre están pensando en algo se les humedece la mirada; a veces tienen miedo de no poder decir todo lo que quieren.

La mayoría tiene las manos suaves y las mueven con cuidado. Aprendieron que un abrazo enseña más que toda una biblioteca. Los abuelos tienen el tiempo que se les perdió a los padres; de alguna manera pudieron recuperarlo. Leen libros sin apuro o cuentan historias de cuando ellos eran chicos. Con cada palabra, las raíces se hacen más profundas; la identidad, más probable. Por eso me gusta pensar que los abuelos construyen infancias, en silencio y cada día. Son incomparables cómplices de secretos. Malcrían profesionalmente porque no tienen que dar cuenta a nadie de sus actos. Consideran, con autoridad, que la memoria es la capacidad de olvidar algunas cosas. Por eso no recuerdan que las mismas gracias de sus nietos las hicieron sus hijos. Pero entonces, no las veían, de tan preocupados que estaban por educarlos.

Algunos todavía saben jugar a cosas que no se enchufan. Son personas expertas en disolver angustias cuando, por una discusión de los padres, el nieto o la nieta siente que el mundo se derrumba. La comida que ellos sirven es la más rica; incluso la comprada. Los abuelos huelen siempre a abuelo. No es por el perfume que usan, ellos son así. ¿O no recordamos su aroma para siempre?

Los chicos que tienen abuelos están mucho más cerca de la felicidad. Los que los tienen lejos deberían procurárselos, siempre hay abuelas y abuelos disponibles, además les confieso algo que pueden poner en duda los descreídos, tengo para mí que los abuelos nunca mueren, sólo se hacen invisibles.