Manuel Porcel de Peralta publicó en 1958 su Biografía del Nahuel Huapi una investigación histórica novelada magistralmente escrita –e imperdible para los aficionados a historia– de la que compartimos las primeras páginas.
Amanece el siglo XVII. Andan por las trochas de América los hombres de la Conquista. No les mueve afán civilizador alguno, como muchos autores confunden. La mayor parte de los conquistadores cumplen, acaso sin saberlo, empresas de dominio despótico. Los reyes disfrazan sus intentos de nuevas colonias y fabulosas riquezas diciendo que se trata de evangelizar salvajes, de propagar la fe. En una palabra: sus adelantados van a disputarle almas al diablo.
Desde 1500, América no es ya sólo el nuevo mundo para los aventureros de Europa. Es un vasto crisol de tesoros fantásticos al alcance de la mano de los blancos. Es inútil afirmar que el fin es convertir infieles. Nadie lo cree, y en tal caso sólo vendrían misioneros. En cambio, no hay sino que trasponer el océano, que ya no es infinito, y adentrarse en tierras de los nativos, para transformarse de porquerizo en caballero, como Pizarro en el Perú. O como Cortés en México, que sale de la chusma y pasa como noble a la galería de los inmortales asesinando aztecas y robándoles sus tesoros a nombre del muy católico Carlos V.
Al Caribe llegan desde todos los puertos. Una vez en tierra firme se abren en abanico hacia todos los rumbos. Por el norte van en procura de las Fuentes de Juvencia o en busca de los tesoros de los aztecas. Hacia el sur, las minas del Potosí y los tesoros de los Incas hacen de irresistible imán, misterioso y abismal. Pero hay riquezas mayores no descubiertas. La fantasía de los conquistadores y la sed de fortuna les mueven a la incontenible búsqueda de El Dorado, “donde el cacique y sus concubinas se bañan en un lago cuyas arenas contienen oro”. La leyenda ubica el lago misterioso en las proximidades del Amazonas, en plena cordillera andina. Rumbo a la Cruz del Sur parten los osados legionarios en pos de la Ciudad de los Césares.
En tales expediciones se incorporan, mezclados, navegantes, militares, nobles, clérigos, comerciantes, artesanos y vagos: aventureros todos deslumbrados por la fábula de la fortuna milagrosa. Tras la grande aventura nadie reparará en escrúpulos. Sólo la meta les obsede. El asunto es llegar, no importa cómo, pero llegar, llegar pronto, llegar primero; después será tarde. Por cierto que en empresa tan alocada la piedad, la lealtad, la tolerancia y la justicia están de más. Estas son virtudes extrañas a tales protagonistas del drama. Imperará la ley del más fuerte o del más astuto. Los que no se someten a tales principios demuestran debilidad y sucumben a manos de sus compinches, subalternos o superiores, pues el sentido de la jerarquía es tornadizo, mutable. En vez de civilizadores son vándalos sueltos y sin freno que van sembrando la destrucción, la muerte, el exterminio. En tan macabra empresa van de la mano la espada y la cruz. Y los mismos personajes son, simultánea y alternativamente, héroes, reos, jueces o verdugos. La trágica nómina la encabeza Francisco Pizarro. No tenía por qué el destino, sólo por excepción, ser distinto con sus émulos.
Europa está deslumbrada por las maravillas que cuentan cuantos de América regresan. Reyes, nobles, burgueses y plebeyos están subyugados. Y las fábulas van creciendo de boca en boca, hasta hacerse gigantescas, descomunales. Ya no se trata de acortar la ruta a las islas índicas. La pimienta y el clavo de olor que empujaron las velas magallánicas son reemplazadas por el oro y la plata que México y el Perú prodigan.
En España, cuando un objeto cuesta una suma desmesurada se dice: “vale un Perú”. Colón, en su segundo y tercer viaje, no busca descubrir nuevas tierras para aumentar sus glorias: quiere sí hacer fortuna. Sólo habla de oro, de pepitas de oro. Y remonta ríos, escala cerros y explora selvas idílicas en la búsqueda prolongada, costosa e inútil. Más tarde, Cortés y Pizarro respaldan todas las empresas con sus nombres y su gloria.
Año 1528. Fuerte del Sancti Spíritu: Cuando los hombres capitaneados por Francisco César regresan de una expedición a las pampas de San Luis y Mendoza, hablan de una estupenda ciudad todavía no descubierta por los españoles. En ella se encuentra el verdadero paraíso terrenal, no el descubierto por Colón en el Caribe. Los edificios son de una característica monumental. Las calles, como la vajilla y los utensilios domésticos, están decorados con oro, plata y piedras preciosas. Las rejas de los arados y las hojas de los sables son de oro. De sus fuentes surgen aguas milagrosas que prolongan la vida. Sus hombres son hercúleos, sus mujeres hermosas, y todos sus moradores gozan permanentemente de buena salud.
Los Césares, como se los nombra después a los primeros expedicionarios, escucharon seguramente los relatos que los nativos hacían del Cuzco; sólo que los españoles, confundidos, ubicaron a la ciudad de las quimeras en las estribaciones andinas, rumbo a la Cruz del Sur.
Cuando el mito llega a Europa cada relator le adereza a su gusto y paladar. Si Pánfilo de Narvaez y Hernando de Soto entregan sus vidas y sus muertes en la búsqueda alucinante de las fuentes que hacen de los viejos mozos; si “no queda ni río ni arroyo en toda La Florida cuyas aguas ellos no beban, ni pantano o laguna donde no zambullan”, pue quieren volverse jóvenes; si Nicolás de Federman, Sebastián de Belalcázar y Jiménez de Quesada, Gonzalo Pizarro, Francisco de Orellana, arman sus ejércitos y se largan desde distintos países en procura de El Dorado, no puede extrañar que, en el sector austral del hemisferio, otros se lancen a la captura de la Ciudad de los Césares o Ciudad Encantada, como indistintamente comenzará a nombrársela.
Y se inicia la búsqueda incesante y renovada. Es posible que en 1552-53, cuando Jerónimo de Alderete y Francisco Villagra trasponen la cordillera por el boquete de Villarrica, no anduvieran solamente en busca de la sal que dio nombre a la jornada. Posiblemente el móvil de la expedición fuera más ambicioso, sólo que se lo mantuvo en secreto para no despertar celos y sospechas de otros expedicionarios.
Pero la insurrección araucana, provocada por la resistencia de los nativos a someterse a las tropas invasoras, cobra caracteres catastróficos para los españoles. Osorno, Valdivia y La Imperial son asaltados, saqueados e incendiados por los guerreros que capitanean Caupolicán y Lautaro. Pedro de Valdivia es tomado prisionero y condenado a muerte por el gran consejo araucano. Villagra regresa precipitadamente. Queda trunca la expedición hacia los valles orientales.
Pedro de Valdivia ha muerto. Será vengado. Su lugarteniente, Francisco de Villagra, organiza una terrorífica represión que pretende exterminar el poder de los aborígenes, quienes conservan bajo su control una vasta zona del territorio chileno. El éxito alcanzado por Lautaro y su ejército aborigen lo hace incursionar hacia el norte, como si quisiera aniquilar a los españoles, pero sorprendido en una de sus avanzadas cae en desigual contienda frente a un más numeroso y aguerrido contingente, luchando heroicamente.
Los nativos, no obstante el rudo golpe, no se entregan. Caupolicán (Queupolicán) es caudillo valiente, indomable, no se rinde. Hasta que las disciplinadas fuerzas de Villagra logran vencer a las huestes aborígenes, en 1558, tomando prisionero a su jefe. Caupolicán enfrenta el suplicio sin una queja, no obstante que al caer prisionero es despreciado por su mujer: Guden. El bravo guerrero será el mártir de la resistencia. Los españoles lo someten a tormentos abominables, como que, ensartado en un palo, que al atravesarlo lo destroza, es asaeteado. Nueva versión del suplicio que sufrió Atahualpa a manos de Pizarro.
Los mapuches no entienden el espíritu civilizador de los conquistadores y se resisten al sometimiento y al despojo. Ercilla inmortalizaría, en “La Araucana”, el heroísmo, la tenacidad y la capacidad de organización de la última nación que defendió el solar nativo en América. Siglos después, los primeros revolucionarios que lucharían por la emancipación sudamericana llamarían Lautaro a la logia que los agrupara, rindiendo cumplido homenaje al valor, bizarría y martirio de una raza indómita.
La resistencia araucana, que adquiere contornos de epopeya, se prolongará por más de tres siglos. El acuerdo celebrado en 1640 sólo será respetado por algunas tribus. Otras continuarán en forma aislada la resistencia, y defenderán sus dominios de los blancos que pretendan incursionar por ellos. Esta animosidad belicosa retardará la exploración de la falda oriental de los Andes, desde el Pacífico, por el momento único litoral propicio para realizarla por la vecindad de lo fuertes en manos de los españoles.
Santiago del Estero del Tucumán vivía la fiebre del Descubrimiento. Gobernaba Gonzalo de Albreu. No bien asentadas sus autoridades, un animoso grupo encabezado por el gobernador y Hernandarias, sin medir lo descabellado del intento y sin los pertrechos pertinentes, partieron, un amanecer de la primavera de 1578, rumbo al sur. La meta: La Ciudad de los Césares. No midieron la gravedad del acto; dejaron la ciudad poco menos que a merced de los nativos, quienes no rendían sus legítimos derechos sobre aquellas tierras que les habían sido arrebatadas por la violencia.
Los expedicionarios sólo han oído que la fantástica ciudad está a las espaldas de Chile, hacia donde sale el sol, tras las cordilleras blancas, cerca del Estrecho. A poco la tentativa fracasa, y la imprudente acción de debilitar la defensa de la ciudad permitió al cacique Galuán y a sus hombres atacarla e incendiarla. Sus moradores, tomados de sorpresa, sólo pudieron salvarse de una espantosa masacre por el coraje de algunos valientes que organizaron una desesperada defensa, impidiendo que el fuego cumpliera su obra devastadora. Fueron animosas auxiliares sus propias mujeres, hasta que la llegada del ejército de Pujato de Manogasta puso fin a la angustiosa situación.
El fracaso para algunos es definitivo. Para Hernandarias sólo significará una etapa de una empresa mayor. La quimera mantendrá en ascuas al animoso explorador.
La primera expedición organizada en forma oficial para la búsqueda de la Ciudad de los Césares parte desde Buenos Aires, planeada y ordenada por el gobernador Hernando Arias de Saavedra, y de la que él mismo será su jefe. En 1604 se pone en marcha una caravana de doscientos jinetes y numerosas carretas. Los expedicionarios se internan por las dilatadas pampas porteñas. Tres meses después la aventura culmina con un fracaso total. Las epidemias, la escasez de pasto, los asaltos repetidos de los salvajes y la falta de baqueanos, rinden a los ilusos exploradores sobre las márgenes del Río Claro, contradictorio bautismo del Río Negro.
Parece que Hernandarias, no obstante el ruidoso fracaso, comprueba la existencia de la fantástica ciudad y a su regreso encarece al virrey del Perú que se tomen todas las providencias para la partida de una nueva expedición, que debe salir de Córdoba.
En 1621, Diego Flores de León, capitán de los Reyes Católicos, al frente de una brigada de 46 hombres, traspone la cordillera y se presenta en lo que hoy es Puerto Blest. Ha partido de Castro, Chiloé, por el seno de Reloncaví, y abierto picadas entre la selva salvaje hollada por vez primera por los blancos. El animoso explorador amarra las piraguas que le han servido hasta ahora para la navegación, dispuesto a explorar el lago que aparece ante su vista. En tan extraña embarcación el afán marinero de los españoles surcará las aguas argentadas del lago desconocido y bravío. La navegación debió hacerse sin dificultades hasta el lugar donde se encuentran los vientos, frente a la península de Quetrihue.
Es posible que los expedicionarios llegaran hasta Llahuen-huapí: Isla de las Frutillas. La dificultad para interpretar la pronunciación gutural de los vuriloches, puede haberles inducido a suponer que escuchaban Nahuel Huapi: Isla del Tigre. Los españoles han desfigurado algunas palabras fundamentales de los nativos, como Rau-co: greda-agua, por Arauco. De tal deformación el español hizo luego: araucano, araucaria. Los cronistas de la Conquista no eran, por cierto, muy respetuosos de la pureza idiomática de los nativos, y a tal arbitrariedad se deberá luego la designación definitiva del embrujado mar montañés.
Flores de León dispone el regreso. Ha navegado el Golfo Corcovado, el seno de Reloncaví, ha traspuesto la cordillera por entre picachos con nieves eternas; ha escrutado en parte las riberas del Gran Lago, y la Ciudad de los Césares se ha esfumado. ¿O es que la Ciudad Encantada tiene un velo para hacerse invisible ante la mirada escrutadora de los expedicionarios? No queda, tras esta expedición, destruido el mito que ubica a la fabulosa urbe en los aledaños del Gran Lago.
Seguirá, no obstante, la tenaz búsqueda. La leyenda ha ido involucrando nombres propios. Los náufragos de las poblaciones fundadas por Sarmiento de Gamboa en el Estrecho de Magallanes, que han abandonado aquellas plazas fuertes enquistadas en el confín del mundo para impedir el tráfico de los contrabandistas, no son náufragos ni han sucumbido a manos de los patagones: son simplemente pérfidos desertores de las huestes reales que se han radicado para siempre en la inexpugnable Ciudad de los Césares.
Manuel Porcel de Peralta nació en 1908 en la ciudad Balnearia de la provincia de Córdoba donde a los 20 años fundó el diario Mar y Selva, primer medio gráfico de su pueblo natal. En 1944 se trasladó a San Carlos de Bariloche donde fundó el semanario Polémica. Ya instalado en Bariloche trabajó en la imprenta Lagosul de la familia Alanís -ubicada en Palacios entre Mitre y Moreno- y posteriormente abrió la librería homónima sobre la calle Mitre, en el lugar donde hoy se encuentra la Galería del Turista. Afiliado desde joven a la Unión Cívica Radical en 1957 formó parte, en calidad de constituyente, de la asamblea que dotó a la provincia de Río Negro de su primera Constitución. Y un año más tarde -en 1958- publicó su Biografía del Nahuel Huapi, una investigación histórica novelada, magistralmente escrita y documentada, que recibió elogios y consideraciones importantísimas en el ámbito nacional e internacional. Años más tarde se trasladó nuevamente a Córdoba y finalmente a Trelew, en la provincia de Chubut, donde falleció alrededor de 1985.
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