Compartimos un relato de Silvina Wally Andrade, querida y recordada maestra de la vida cuyos recuerdos como docente rural quedaron su primer libro titulado Cerro Centinela – cuentos y relatos patagónicos.
–Esto es pa’ usté, se lo manda el papá.
Y Ceferino sacó de su bolsita colgada de un hombro, el papelito doblado en cuatro. Se ubicó en su asiento y yo quedé abriendo el mensaje, sentada en el escritorio del aula, en ese espléndido día de diciembre. La letra ya la conocía y por eso, pese a ser tan poco legible, rápidamente terminé mi lectura: “…y los invitamos pa’ la señalada, el sábado dos de enero. Saluda don Nahüel.”
Levanté la vista hasta el banco de Ceferino y le di las gracias en voz alta, quedándome con el papelito entre mis manos. Los chicos, curiosos se acercaron despacito y le preguntaron el motivo de mi agradecimiento; pero él revelaría el secreto recién en el recreo. Ahora, le gustaba con socarrona sonrisa mantener la intriga, como cuando jugaba al “pañuelo escondido”.
–¡Dos de enero! ¿Vamos Emilio?
–¡Claro… cómo no vamos a ir! Para esa época estoy de franco.
Emilio, mi marido, trabajaba en Vialidad y por unas semanas no estaba con nosotros.
Esa noche nos habíamos bañado todos.
Primero encendíamos la cocina a leña, en esa habitación de dos por dos. Tapábamos con una frazada, la única ventana de vidrio fijo. En el piso de madera, de lenga amarillenta, colocábamos los fuentones de aluminio con agua. Las dos hijas que teníamos de dos y cinco años, esperaban, desnudas al pie de las “bañeras”, como en un torneo, nuestra indicación, previa prueba del agua, para meterse. Cada una en su tacho, comenzaba el lavado “por presas”. Allí cantaban y parloteaban sin cesar. Emilio ayudaba arrodillado como yo, frente a los fuentones. Era un chapoteo de manos y pies, saliendo del agua. La espuma nos iba mojando la cara y la ropa. Era una fiesta de jabón, con olor a leña ardiendo, a cal y a barro.
Las chicas quedaron acostadas y dormidas en la pequeña pieza unida a la cocina por una cortina. Ahora nos bañábamos nosotros, también en los fuentones, después de tirar el agua afuera y lejos. Luego, algo cansados, con los cabellos mojados y entoallados, en camisón y calzoncillos largos, tras una corta mateada, nos íbamos a la cama de elástico hundido. Todo el amor quedaba encerrado en esa pieza, con su lámpara de kerosén, testigo de sueños altos en escuela de techos bajos.
Los caballos estaban listos. A la hora y media, estábamos desensillando en lo de don Nahüel. Por el camino encontramos varios vecinos. Todos iban para allá. Ni un poblador quedaba en su vivienda.
Cuando llegamos vimos mucha gente y a un costado de la casa, el tablero para apoyar los corderos, rodeado de hombres. Allí se capaba, señalaba y descolaba, preparando los animales para la próxima esquila. Un hijo de don Nahüel, que andaba por los veinte años, con tijera de esquilar cortaba las orejas semi dobladas. El menor, de catorce, descolaba. Frente a ellos, Favio Jaramillo, un cuarentón soltero, capaba los corderos, limpiando en cada corte la hoja de su afilado cuchillo, oportunidad que aprovechaba para echarse el sombrero para atrás con la palma de la mano y lucir su bien plantada figura.
La tierra y la sangre fueron impregnando los brazos, las botas, alpargatas y bajos de las bombachas de los hombres. Terminada la faena fueron a lavarse al río. Las veinte colas quedaron en una palangana vieja y los veinte animales en el corral, como muestra de los principales bienes campesinos, a más de dos bueyes, una vaca, tres caballos y algunas aves… y ese rancho viejo y grisáceo como el pelo de don Nahüel metido en esas laderas fiscales del Chubut.
–¡La última parición vino jodida! –habían dicho, y así había sido. Don Nahüel y sus hijos anduvieron recorriendo sus pocas hectáreas, ayudando a las ovejas y chivas a parir, juntando y salvando guachas, armando o arreglando corrales, tirando y picando leña. Sus pocos kilos de lana amarillenta y abrojada pudieron canjearlos por algunos vicios a los “turcos” del pueblito. Por suerte el INTA (1) les pasó en préstamo un cabrón (2) y les dio remedio para la sarna y una bolsa de semillas de papa. Una parida floja, con animales muertos y poca plata.
Pero hoy era todo alegría y había que compartirla con todos. Se compartieron los asados, las risas, las ocurrencias. Los músicos empezaron a subirse a una tarima en medio de ese patio rodeado de maitenes (3) viejos y coposos.
El baile empezó. Las chicas de la escuela entre doce y dieciséis años no bailaban. Se agrupaban conmigo, comentando y riendo. Había en ellas mucha modestia y mayor recato. Esa costumbre de no permitirles bailar ya estaba arraigada cuando llegué a Cerro Centinela. No sabía si en su origen habían sido padres o maestros los de la prohibición. Escuché a una de las alumnas preguntar a otra:
–Y ella ¿por qué baila?… ¿No es escolar acaso?… Di seguro que vino sola.
–¿Quién vino sola? –me acerqué preguntando.
–Casilda… Casilda Lincan… y está bailando –y eso lo decían con cierto reproche.
–Bueno, si la abuela la deja…
–La abuela no vino… ella llegó sola –respondió la otra.
Casilda tenía quince años y cursaba quinto grado. Vivía dentro del área de la escuela con su abuela, que según los más viejos andaba por los setenta y tantos… Tenía Casilda tíos en Esquel y de vez en cuando aparecía ropa nueva. Su figura era armoniosa y espigada. Sus faldas siempre floreadas, dejaban ver sus piernas bien formadas, en su varonil caminar. Su cabellera negra, nunca trenzada, alcanzaba casi la cintura y se había colocado a un costado del pelo, cerca de la oreja, un ramito de mutisias (4).
Me saludó cuando pasó bailando con una suave sonrisa y los ojos casi pegados al suelo.
–¿Viste? Dos veces que baila con Favio Jaramillo –dijo Teresa Ñancifir.
Si. Era cierto. Dos o tres valseados llenaron el patio, cuando la faja multicolor de Favio se vio girar y girar. Al parar la música, el ramito de mutisias quedó tirado en el suelo. Favio lo levantó despacito y después de acomodarlo se lo entregó a Casilda en una mirada demasiado larga y sorprendida por ese sol ardiente y por los ojos de varios pobladores de Cero Centinela.
Durante el resto de la fiesta, Casilda no bailó. Se sentó con nosotros callada y ausente. Cuando el carro de sus vecinos partió, ella fue con ellos, con su cabello al viento. Lo vimos a Favio recostado en un poste, mirando la partida.
La señalada terminaba en esa tarde de verano. Las cordilleras adormecían sus cumbres, aún soleadas, casi sin nieve, en esos rosados horizontes.
Por la frescura del camino, de vuelta a la escuela, cruzamos algunas maras (5) nuevas y escuchamos a lo lejos el canto de algunos piuquenes (6).
La noche se sentía fresca. Cerramos la tranquera, soltamos los caballos y nos acostamos. El cansancio, las comidas y el vino no permitieron alargar comentarios sobre la fiesta. Emilio sopló la lámpara y la oscuridad terminó de favorecer el sueño.
Después de un receso de casi doce días nos encontramos con los chicos. Estábamos en mediados de enero. Algunos habían traído plantines para el jardín y la quinta. Nos fuimos entonces para la huerta a preparar la tierra y los almácigos. El tiempo estaba bueno y no había peligros de heladas.
Casilda acomodó su pala contra el cerco y se tendió sobre la tierra, cara al cielo. Cerrando los ojos, dejó escapar una risa corta y acompasada por golpecitos alternados de sus pies, ahora sin alpargatas, sobre el pasto tierno. Así estuvo un largo rato. Con la sonrisa
ancha y los ojos cerrados. Después se sentó y empezó a jugar con los pastos, llevando a su boca una ramita, que hacía atravesar de un lado a otro con sus parejos dientes. A veces, levantaba un brazo y tumbaba toda su cabellera para un costado, colocándola sobre las rodillas, y alisaba las puntas del pelo brillando al sol.
Cuando dejamos la huerta, empapó en la vertiente sus delgados brazos y bebió varias veces en la cuenca de su mano, que ahora pasaba por su frente transpirada. Quedó rezagada del grupo y fue la última en irse después de pedirme una aspirina para el dolor de cabeza.
El verano fue apagándose de a poco. Para fines de febrero ya se había sacado alguna ropa de lana. Marzo se mantuvo lluvioso y frío. Una mañana de abril vimos caer la primera nevada. Fue fuerte y con las heladas duró bastante. No había venido ningún alumno. Al volver del baño (una piecita de un metro por lado con un retrete) vi a Casilda parada en la puerta de la escuela.
–Hola Casilda. ¿Cómo te animaste?… Pasá… pasá… ¡Qué nevada!, ¿eh?
Casilda se paró frente a la cocina económica y restregándose las manos, me preguntó por mi marido y los chicos. Al servirle un mate, la note más gorda. En realidad toda ella había cambiado. Pero no me atreví a preguntarle algo sobre ese cambio.
–¿Cómo andás Casilda? ¿Cómo anda tu abuela? –empecé.
–Ella anda algo enferma e’ las piernas –dijo– y yo ando así nomá… –y largó un suspiro mirando por la ventana, para evitar, creo, más preguntas. Con la mirada en ese patio cubierto de nieve, agregó: “ando un poco caída… por eso la venía a ver, por si tenía alguna pastilla pal’ estómago…”
–No Casilda, sólo tengo aspirinas y pastillas de yodo, pero eso no va… ¿Y si fuéramos al médico? –me animé a decir al final.
Casilda movió la cabeza con cierta duda y se quedó un buen rato charlando de otras cosas.
–Güeno, tomaré algún tecito, de esos que conoce mi abuela pa’ no degolver…
–Pero, ¿qué tenés Casilda? Decime con confianza –insistí.
–No, nada… dolor de panza… mareos… se me va a pasar –contestó. Voy a marchar ¿sabe?… Otro día vengo…
Salimos juntas hasta la tranquera, donde la ayudé a subir al caballo. Al despedirnos quise transmitirle el incondicional apoyo que ella andaba necesitando y vi su aprobación, cuando me dijo:
–Voy a venir, más adelante siguro –y el paso del animal fue metiéndose bosque adentro.
Por Ceferino Ñancifir nos enteramos que Flavio Jaramillo se había conchabado para Colonia Sarmiento, en una comparsa de esquila, y tuve el presentimiento que algo tenía que ver su partida con aquellos valseados y el ramito de mutisias.
Los meses fueron pasando y el vientre de Casilda creciendo. Decidí hablarle una mañana, en el recreo.
–Decime Casilda, ¿cómo va tu embarazo?
Sus ojos bajaron hasta el piso y comenzó a mover el pie en la tierra del jardín.
–Bueno, bueno… no te preocupes, te vamos a ayudar. ¿Qué te parece si antes de ir al médico hablo con tu abuela? –le pregunté.
–Güeno, hable… yo ando bien… –contestó acariciando su vientre.
–Ió méi dáo cuenta también, po… pero eia no a náa, po. Ió sé que eia vai tener una guagua (7), sí pué… –me dijo la abuela.
El médico vio a Casilda y el embarazo andaba perfectamente.
Todos sabían que esperaba un hijo. Las chicas mayores paseaban por el patio del brazo de Casilda, quien con su cabellera ahora recogida con un pañuelo y su pollera floreada cada vez más amplia, mostraba su caminar lento y pesado.
A veces la veía en el recreo, saltando rayuelas o con la soga. Otras, recostada sobre el cerco con una mutisia entre las manos y mirando los cerros distraídamente.
Y llegó el día; mejor dicho, la noche. Porque fue de noche el día del nacimiento, un quince de octubre.
Un vecino vino a avisarme y de un galope estuve en el rancho de Casilda Lincan. Su abuela tenía el fuentón preparado con agua tibia y el tacho encendido. Pasamos a la pieza. En la cama, cubierta de matras, Casilda dejaba ver su cara roja y redonda. Sus profundas ojeras enmarcando una mirada de vidrio negro, temerosa y fija en el techo. Giró su cabeza cuando entré y me sonrió como presintiendo la necesidad de estar rodeada.
–Tranquila… tranquila, hija –le dije al darle un beso en la frente y esto creo que lo decía también para mí.
–Hace varias horas que andaba con dolore’ –dijo la abuela mientras masajeaba sus piernas– no tardará mucho en venir.
Casilda comenzó a mover su cuerpo de un lado a otro, jadeante. Su mata de pelo cubría la almohada. Sus piernas apartaban de golpe las mantas en bruscos movimientos. Los quejidos aumentaban. La respiración se hacía cada vez más dificultosa y sus piernas se abrían con temor.
–¡Ya está coronada! –afirmó la abuela ¡Venga señora, ayúdeme!
–¡Fuerza… fuerza Casilda… dale… dale…!
–¡Tire… tire m’ijita…! –indicaba la abuela. Y Casilda se incorporaba un poco, prendida del trapo colgado de un tirante del techo. Su cara estaba desencajada, reflejando todo su esfuerzo y dolor.
–¡Fuerza Casilda! ¡Ya viene! Vamos… ahora sí… no aflojes… –le decíamos. Las piernas flacuchentas se abrieron de par en par en un único e increíble movimiento, acompañado por un suspiro largo y ronco, que quiso ser un grito… y… apareció en las manos de la abuela y en las mías, la cabeza primero y después el cuerpito arrugado, caliente y mojado de aquel niño precioso, dando su primer vagido y luciendo su pelito negro.
Comenzaba el año. Cerro Centinela ostentaba el verano en los bosques, en sus animales y en el frescor y transparencia de sus ríos, arroyos y vertientes. Era domingo y la vi venir por el camino trayendo en sus brazos a Fabián Lincan, que así lo había anotado Casilda en el pueblo.
Entró en la cocina calurosa. Mientras se paseaban por el piso unos pollitos, nos sentamos a matear y a comentar los adelantos del bebé.
Casilda se veía más delgada. Su mirada estaba siempre observando a su Fabián.
–El verano está viniendo güeno… ¿no?
–Si –contesté– aunque algo seco. Debería llover un poco.
–¿Sabe una cosa señora? Dicen que volvió el Favio Jaramillo para volver a capar en la señalada de don Nahüel…
–¿Si?
–… y que está levantando un rancho nuevo cerca e’ su hermano… va… eso dijo Ceferino… yo no éi pasao por ái… ¿se estará por casorear?
Hice un gesto de no saber. Por primera vez las dos estábamos hablando de Flavio Jaramillo y hubo un pensamiento común en ambas que nos hacía cómplices de un secreto jamás confesado.
Han pasado muchos años y he vuelto a visitar Cerro Centinela. Recuerdo con los pobladores que aún viven allí vivencias hermosas y significativas. Siempre alojo en el rancho de Casilda Lincan de Jaramillo. Los chicos mayores trabajan junto con él con sus anchas espaldas y sus posturas bien plantadas. Me despidieron una tarde desde su tranquera. La más chiquita de las nenas, con los ojos de Casilda, me entregó un ramito de flores. Esas mutisias andan guardadas en algún libro mío y en mi corazón Casilda Lincan muy acurrucadita.
NOTAS:
(1) Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria
(2) Macho cabrío para reproducción
(3) Árbol patagónico valorado espiritualmente por
el pueblo Mapuche
(4) Flor silvestre patagónica de variados colores
(5) Liebre patagónica
(6) Gansos silvestres, avutardas
(7) Bebé –modismo chileno–
Silvina Wally Andrade de Vai nació en Quilmes, provincia de Buenos Aires. Obtuvo el título de Maestra Normal Nacional. Cursó materias en el ISER –Instituto Nacional de Enseñanza Radiofónica– y participó de varios talleres literarios. Con la decisión de afincarse en la Patagonia desempeño tareas docentes en Escuelas Rurales y de Frontera en las provincias de Chubut y Neuquén. En los años 1974 y 1975 escribió y dirigió los programas radiales Mundorama femenino y Horizontes de Chile emitidos por LU5 Radio Neuquén y LU19 La Voz del Comahue. En 1980 se radicó en San Carlos de Bariloche donde continuó con su tarea docente hasta jubilarse y donde falleció a fines de mayo del año 2018. De las vivencias como maestra rural nació su primer libro titulado Cerro Centinela – cuentos y relatos patagónicos, varios de los textos que integran este volumen fueron premiados en las provincias de Neuquén, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego. Su segundo libro de cuentos y relatos, bajo el título La Caja Vieja, vio la luz pública durante el año 2012.
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