Compartimos con ustedes Griselda de Cato y No se acostumbra, dos cuentos que ponen en evidencia la pericia narrativa de su autora y nos invitan a apreciar matices diversos y originales de una misma voz.
Griselda de Cato
Yo me llamo Griselda, pero para el caso, puedo ser la Elba Torres o la Sara Peña, mire, la que usted busca. Fueron vecinas mías las dos que tuve en otro tiempo cuando era joven y teníamos puesta la banderita blanca en la puerta: aquí se vende pan. La banderita roja era que se vende carne pero casi nadie tenía carne para vender, a lo más un pollo a veces. Creo que las tres teníamos bandera blanca en la puerta del rancho.
Vivo en Cato hace tanto tiempo que no recuerdo los años. Los álamos eran chicos y ahora tapan el sol, a lo mejor los ayudé a plantar yo, estoy vieja, señora y me tiembla la memoria. Usted también está vieja, ¿sabe? Muy distinta a cuando andaba a saltos por el campo. Yo las veía pasar con su mamá cuando iban donde la Sara Peña a llevarle ropa y usted jugaba a la rayuela con las hijas de la Sara: la Jovita y la Juanita. Su mamá no era orgullosa para ser la mujer del patrón, señora, siempre saludaba amable y preguntaba por los niños.
¿A qué viene usted, señora, a remover tristezas? La Elba Torres está muerta. La Sara se fue con su quejumbre y no volví a ver a la Jovita, que era la amiga suya, no supimos más de ellos. Así que le puedo contar de mí, si quiere oír. De cuando llegamos de más al norte hace tantísimo tiempo a trabajar esta tierra, padre, madre, hermanos. Ahora están todos enterrados detrás de la huerta, donde se ven las crucecitas, después de la última hilera de los tomates.
A veces me pregunto por qué se murieron antes, cada uno con su suerte. Yo no me quejo, trabajo bien la huerta todavía, amaso mi pan y tengo mis gallinas y así voy tirando. Cierto es que estoy sola, como usted, señora. Tendrá marido, hijos, auto y todo, pero se ve que está bien sola. Sino para qué venir ¿no? Cierto es que en la tarde me empieza a bajar la tristeza cuando me siento en esta galería en que estamos sentadas las dos. Mirando para la cordillera se me agrandan los ojos y se me van llenando de agua, será que no los puedo cerrar o será la pena por mis difuntos. Por suerte tengo a mi perro, es bueno el Negro, altiro se da cuenta y viene a refregar el hocico. Es cuando descanso que me viene la tristeza, yo me la aguanto un poco, pero si el agua cuaja y me corre por la cara, me voy a caminar con el Negro buscando consolación. No sé por qué siempre termino parada detrás de la última hilera de tomates mirando las cruces.
¿Sabe que yo también tuve una Jovita? Me duró cinco años la niña, era la regalona de mi hermano Moncho, ella le decía taita porque yo no tengo marido. Así que en las tardes me voy para allá. Jovita, le digo ¿Quieres salir a jugar un rato? Y si Jovita quiere, me pongo a jugar por ella, le echo carreras al Negro, dibujo una rayuela en la tierra y me la salto. Depende del día, a veces es mi papá que vuelve a caminar en mis pasos que se vuelven más rápidos y mi cuerpo se endereza bien derecho y me siento contenta porque el viejo está contento de estirar un poco las piernas y silbarle a las lloicas. Y así pasa que, por mí, ellos pueden asomarse un poco, a ratos. Cuando vino la Carmen Rosa, la hija de la vecina, el Moncho salió a mirarle las piernas y me costó sujetarlo al Moncho que quería darle un agarrón a la Carmen Rosa, que está hecha toda una señorita. Yo comprendo a mi hermano, tanto tiempo bajo tierra. Hay buen entendimiento entre mis finados y yo. Lo que me preocupa es que ya estoy muy vieja y no tengo a quién pasarle la historia de ellos: son ochenta y un años de mi padre Pedro, setenta y tres de mi mamá, cinco de la niña mía y todos los años de mis hermanos. Es mucho tiempo para explicarlo bien y encontrar disposición. Así que me parece que cuando me muera van a quedar desamparados mis difuntos esperando mi llegada de todas las tardes. Asombrados y tristes van a estar sin saber que estoy enterrada en el agujero del lado y ya no les puedo convidar más tiempo.
No se acostumbra
Oscurecía en la villa. Frente a la iglesia Rita golpeó la puerta tres veces. Unos pasos vacilantes se acercaron y la puerta se abrió. Era una pobre iglesia destituida de imágenes, pero separada del frío de la noche.
Voy a dormir aquí, anunció Rita sobriamente.
El muchacho dijo que no era la costumbre. Pero Rita se adentró por la nave central, arrastrando una valija de cartón azul.
Vaya a la estación de trenes, dijo el chico, el cura se va a enojar.
Rita abrió la maleta frente al altar mayor y desplegó unas sábanas blanquísimas.
Cómo te llamas, le dijo al muchacho.
Vicente.
Ayúdame Vicente a hacer la cama. No habrá ratas, por casualidad.
No señora.
La mujer tendió las sábanas en el suelo, sacó una manta de la maleta y una almohada.
Ahora, ándate para que pueda dormir.
Mire que ésta es la casa de Dios.
Por eso vine, dijo Rita.
Bueno, por esta noche no diré nada. Pero tiene que irse antes de la misa de siete.
Buenas noches, dijo Rita, y gracias.
Esa noche Rita soñó con un unicornio que le confesaba su amor sin límites. A las seis de la mañana se despertó y se bañó en la pila bautismal. Mientras se secaba, observó que empezaba a clarear el día a través de los vidrios empañados. Se puso una muda de ropa interior limpia y encima su vestido de sarga negra. Adiós les dijo a las paredes de la iglesia y partió.
A la vuelta de la tercera esquina Rita encontró un café y entró a tomar desayuno.
No tengo plata, le dijo al mozo, pero puedo cantar.
No se acostumbra, dijo el mozo.
Elija «O Sole Mío», es lo que me sale mejor.
Está bien, cante entonces.
Rita abrió la boca de par en par y cantó con sentimiento y sonora modulación. Los escasos clientes aplaudieron.
Que va a tomar.
Café con leche y medialunas.
Un hombre corpulento se acercó a su mesa.
Anda escasa de fondos, afirmó.
Es así, dijo Rita.
Venga conmigo a mi hotel y se gana unos pesos.
Busco otra clase de trabajo, dijo Rita.
Es el más fácil, dijo el hombre, piénselo.
Y volvió a su mesa. Rita comió cuidadosamente las dos medialunas y se bebió el café sin dejar una gota. Llevó la maleta al baño y orinó. Luego, se maquilló y se peinó con esmero. Al salir, el hombre corpulento le besó una mano y repitió su oferta.
No puedo, dijo Rita, para otra vez será.
Rita se dirigió a la joyería del pueblo y pidió hablar con el dueño.
¿Necesita una dependiente? tengo experiencia en joyas.
Qué experiencia, preguntó el hombre.
Distingo lo verdadero de lo falso y sé cobrar sin parpadear por una buena imitación.
Veamos, dijo el hombre qué es esto.
Un topacio legítimo.
Y esto.
Un ágata engarzada en plata.
Y esto.
Un anillo enchapado.
Sabe, dijo el dueño, casualmente necesito a alguien por unos días, mi mujer se fue de vacaciones. ¿Pretensiones de sueldo?
Lo usual, dijo Rita, más casa y comida.
No se acostumbra, dijo el dueño.
Por unos días, dijo Rita.
Bueno, pero tendrá que compartir mi cama, es la única que tengo.
Está bien, siempre que me respete.
No faltaba más, dijo el dueño de la joyería.
Rita trabajó a conciencia en la joyería durante siete días. En las noches compartía una ancha cama con el joyero, teniendo la precaución de colocar una almohada entre los dos cuerpos para evitar las tentaciones de la carne.
Sucedió entonces que un niño muy pequeño entró a la joyería a pedir pan. Rita le dio una pulsera de plata.
Con esto vas a comer por varios días y cuando se te acabe, vuelve, le dijo. El niño se fue corriendo. Una pareja de novios llegó a buscar alianzas de oro, después de muchas deliberaciones eligieron anillos labrados, lamentablemente el precio excedía su presupuesto. Rita decidió regalárselos porque reconoció el brillo del amor verdadero en sus ojos.
Cuando el joyero se enteró de estas dádivas, la echó a la calle sin contemplaciones. Rita fue por la villa tocando puertas, pero el joyero había hablado y nadie estaba dispuesto a contratar a una persona que no distinguía la propiedad ajena de la suya.
Finalmente consiguió empleo en un circo ambulante, para alimentar a un grupo de animales salvajes, que consistía en dos elefantes, cuatro leones y una bandada de palomas mensajeras. Nadie la informó sobre la idiosincrasia de las fieras y Rita entró desprevenida a la jaula. En consecuencia, los leones la devoraron.
Rita o, más bien, el alma de Rita llegó al cielo.
He sido pobre, he conocido el hambre y el frío y no he claudicado. He sido generosa y casta. He hecho uso de los dones recibidos dentro de las limitaciones de mi realidad. Es justo entonces que se me otorgue un poco de lujo en esta nueva vida, un poco de placer, dijo.
El arcángel mayor la miró con reprobación a través de sus anteojos oscuros. No se acostumbra que los recién llegados vengan con peticiones extraordinarias, le dijo, eso demuestra una soberbia lamentable de su parte. Ya que este lugar le ha sido asignado, estará en las mismas condiciones que el resto. Este es su número de nube, cada día recibirá su ración de hidromiel y podrá disfrutar de la visión divina media hora diaria y alabarla con sus cánticos.
Así fue como Rita pasó a cantar «O Sole mío» en el coro de los querubines por toda la eternidad.
Marcela Cruzat nació en Concepción, Chile. Desde 1983 está radicada en Argentina. Entre 1990 y 2014 dictó talleres literarios en Bariloche, ciudad donde reside. Su libro de cuentos Crónicas de Ismael obtuvo el 1° premio en su género otorgado por la Municipalidad de Bariloche en 1985 y ese mismo año fue publicado por Ediciones de la Flor. Fue galardonada con la Mención de Honor del Fondo Nacional de las Artes en 1995 y el Premio al Mérito Cultural de la Embajada de Chile en Buenos Aires en el año 2000. En 1998 su libro de cuentos Historias Improbables recibió el 1° premio en el Trigésimo Premio Internacional de Relatos Alfonso Grosso organizado por el Ayuntamiento de Sevilla y fue posteriormente publicado por la Editorial Compás de esa ciudad española. Cuentos suyos integran las antologías Sin venganza no hay madera, FER (1991); Los mejores relatos patagónicos, Editorial Ameghino (1998) y Cuentos sin permiso, Editorial Vinciguerra (2000) y han sido publicados en diversos diarios de Argentina y en las revistas Puro Cuento, Letras de Buenos Aires y El Camarote.
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