Educar sin castigar (primera parte)

Hasta hace unos cincuenta años atrás se castigaba a las infancias y adolescencias mirando contra una pared, con orejas de burro y un variado abanico de humillaciones e incluso con torturas físicas.

Hasta hace unos cincuenta años atrás se castigaba a las infancias y adolescencias mirando contra una pared, con orejas de burro y un variado abanico de humillaciones e incluso con torturas físicas. De un tiempo a esta parte la moda es obligar al niño a sentarse a pensar, y aunque en la filosofía de base no ha habido muchos cambios en las formas afortunadamente sí. Es necesario que nuestra sociedad siga evolucionando hacia leyes y normas de convivencia más civilizadas, democráticas y respetuosas de los derechos humanos, porque a pesar de que muchas formas de castigo que se usaban antes hoy son consideradas delito hacen falta varias generaciones para erradicar la forma de pensamiento.

En la actualidad se usan modos de castigo de apariencia menos drástica, pero se sigue reproduciendo un patrón de conducta vinculado a la idea de que el castigo es de por sí educativo, que el adulto es superior y por medio del castigo transmite su autoridad, que la disciplina solo puede conseguirse a través de este y que si no sometemos convenientemente a los niños serán sujetos inadaptados y peligrosos. Creencias que dibujan el perfil de una sociedad profundamente adultocentrista, que lleva siglos instalada en el paradigma del premio y el castigo como únicos vehículos de aprendizaje y cambio. Desde numerosos enfoques pedagógicos resulta evidente que esta nueva tendencia de imponerle a las infancias y adolescencias sentarse o recluirse para pensar en sus actos es ni más ni menos que una técnica punitiva, se trata de expulsar o aislar sin ofrecer herramientas para gestionar el conflicto.

Particularmente en la infancia el aprender a pensar debe ser acompañado por los adultos y desde luego, nadie puede pensar inundado de ira o de frustración. Se trata de un castigo maquillado que no aporta absolutamente nada. Aislar e ignorar física y afectivamente no educa. Por el contrario, lo que educa es contener, ayudar a calmarse para después reflexionar sobre lo ocurrido y tratar conjuntamente de encontrar una mejor manera de hacer las cosas, porque no se trata solo de decir lo que es incorrecto, sino de mostrar caminos alternativos a los malos comportamientos. Incluso pueden utilizarse recursos creativos como un “botón imaginario de retroceso”, para tener la oportunidad de hacerlo de nuevo y bien, porque quienes están creciendo y aprendiendo necesitan saber cómo y es nuestra responsabilidad ayudarles, no expulsarles. Educar conteniendo y no castigando favorece que las personas sean empáticas, respetuosas y capaces de gestionar los conflictos en lugar de transformarse en personas sumisas y resentidas incapaces de conectarse con sus propias emociones y mucho menos con las de los otros.

Por otra parte, el primero y más esencial de los argumentos en contra del castigo es de carácter ético: cuando castigamos a un menor en inferioridad de condiciones atentamos contra su dignidad como persona. Porque los castigos, sean de la índole que sean, tienen un componente de sometimiento y humillación, se le impone por la fuerza la voluntad a un ser humano que es más débil. Además, está suficientemente demostrado que el castigo no modifica la conducta a largo plazo, no educa, deteriora el vínculo entre el niño y el adulto, genera resentimiento, conductas evitativas y violencia, fragiliza su autoestima en construcción, genera ansiedad y miedo, y perpetúa el modelo anacrónico, simplista e ineficaz de educación que ya no defenderían ni los conductistas más radicales.

Se trata de un modelo aprendizaje que corresponde al siglo pasado, desarrollado inicialmente experimentando con animales y utilizado luego como parámetro de para el estudio del comportamiento humano. Muchos lo defienden porque así la niña o el niño dejan de hacer aquello por lo que se les castiga, pero está comprobado que por este medio el niño o la niña no conseguirán interiorizar las razones por las cuales no debió hacer esto o aquello, sino que dejará de hacerlo por miedo y por evitar el castigo. De modo que el castigo no estimula el aprendizaje de los valores que se pretende inculcar.

Es una enorme paradoja, porque cuando se les pregunta a los padres qué quieren para sus hijos, la mayoría responde que sean buenas personas, que sean felices y castigando se consigue lo contrario. Queremos educar personas con criterio, con valores, empáticas y respetuosas, capaces de defender su espacio sin invadir el de los otros. Esto solo se consigue cuando la motivación es intrínseca, es decir, cuando hacemos las cosas porque creemos que deben ser hechas, no porque temamos las consecuencias externas. Se trata de construir cimientos sólidos desde dentro, no convertir a nuestros hijos en marionetas manejadas por la aprobación o desaprobación del entorno.

(continuará)