El jagüel

En esta octogésima cuarta edición de Páginas Patagónicas compartimos con ustedes El jagüel, un relato dramático e intenso del escritor chubutense Oscar Camilo Vives.

Ya era el mediodía cuando Funes llegó al rancho regresando del recorrido diario. Luego de desensillar cruzó el patio y penetró en la tibia penumbra del cuarto dejando de sentir el ardor insoportable del sol sobre sus espaldas y hombros. La mujer sentada junto a la mesa le dirigió una mirada breve sin pronunciar palabra. Con las manos ociosamente apoyadas sobre la tabla permanecía como agobiada por una ansiedad oculta.

El hombre se encogió de hombros y caminó hasta un cubo con agua colocado en un rincón. Hundiendo un cucharón tomó un sorbo. Luego miró en torno suyo. Solamente las cosas familiares: la mesa, la alacena de pino, tres sillas desparejas y un banco de madera. Sobre la plancha de la cocina se calentaba una olla. El resto del cuarto era paredes desnudas y piso de tierra endurecida.

A través de una puerta se divisa el dormitorio. El sol colándose por una hendija del techo dibuja un haz luminoso construido con infinitas motas doradas, mientras fatiga la habitación el zumbar monótono de un moscardón ventrudo; adormilado por el bochorno de la hora gira obstinadamente en círculos repetidos. Funes lanza un suspiro y se acerca a la ventana. Pensativo, pellizcándose la barbilla contempla la calma inmóvil del paisaje. La luz le da de perfil y destaca con crudeza los rasgos duros del rostro tallado por el sol y los vientos.

Afuera, más allá de la casa, bajo la cúpula profunda del cielo implacablemente azul y sin nubes la meseta es un heterogéneo caos de escorias y guijarros dilatado en el ancho silencio del desierto. En una ondulante marejada vibra la reverberación en las escarpas rojizas de los cañadones a medida que la luz amarilla del sol barniza los flancos de los distantes cerros leonados. Más cerca la palidez lunar del salitral se estremece en relámpagos de plata derretida. Detrás del rancho emborronan el suelo como nítidas manchas de tinta negra las sombras del jarillal que dormita plácidamente recostado en el suave declive de la colina. El ardiente mediodía envuelve todas las cosas en un vértigo de palpitaciones cromáticas de luz y calor.

Funes incómodo repara en el sudor que lo empapa pegando la camisa al cuerpo. Recién transcurren los primeros días de diciembre, pero el verano se adelantó y por lo que él puede recordar nunca había hecho tanto calor. Ahora la atención del hombre vuelve a la figura metálica del molino que divisa a poca distancia. De la rueda casi inmóvil llega a intervalos un gemido chirriante. Sobrenada las mezquinas aguas del “australiano” el verde viscoso de la lama. En el callejón el suelo triturado por el pisoteo inútil de la hacienda. Inquieto, reflexiona “el jagüel ya no da más y las aguadas están bajando de prisa… por donde se busque no hay una gota…”

A la hora de la siesta tendido boca arriba contempla el cielorraso tapizado de telarañas. Pugna por arrancar la angustia que crece día y noche como una obsesión en el fondo de su mente: “otro día más de calor y ninguna señal de lluvia… si esto sigue así nos quedamos sin hacienda y todo se va al carajo”. Recuerda los años de trabajo duro y tenaz que les costó reunir la majada. Es todo su capital. Con el optimismo de los años jóvenes invirtió todos sus ahorros en las mejoras del campito fiscal que explota. Lo decidió a comprar el hecho de contar con algunas aguadas y sobre todo el jagüel con molino.

Nunca le agradó la vida de la ciudad. Fue así que un día determinó abandonarla y con la ilusión –pronto olvidada– de hacer fortuna emprendió la gran aventura de enterrarse con su mujer en el desierto. En el campo aprendió a convivir con las heladas, el viento, el sol. Los años pasaron como soplos de viento entre las matas y se evaporaron en las zozobras y las penurias del trabajo. No tuvieron hijos y lo demás –paseos, distracciones, amistades– quedó muy lejos. A él solamente le interesaba acrecentar la majada.

Es un hombre duro, obstinado y valiente frente a la adversidad, empero a veces, desanimado, reflexionaba sobre si conseguir el éxito no representaba un esfuerzo superior a sus fuerzas. La mujer durante los primeros años sufrió cruelmente de nostalgia, pero al fin aceptó la soledad como algo inevitable tal como si fuera una enfermedad incurable. Sin embargo, el rostro prematuramente envejecido daba testimonio de la aspereza de la lucha cotidiana.

El hombre se volvió de costado hacia la pared y hundió la cabeza en la almohada tratando de dormir.

Era difícil olvidar el campo exhausto, calcinándose día tras día, literalmente abrasado por el incendio del verano hostil sin el alivio de una buena lluvia, prolongada, torrencial, verdadera. Al cabo se sumergió en el oscuro abismo de un sueño inquieto y pantanoso. Soñó incansablemente con ovejas agonizando sedientas en el desierto. Soñó con el murmullo elemental de la lluvia y con aguaceros fantásticos. Soñó su campo anegado por la invasión de las aguas…

Se incorporó sobresaltado y los sueños desaparecieron. De la otra pieza llega el ludir metálico de ollas y cacerolas. Enjugó con el pañuelo la transpiración que brillaba en la frente. Permanecía inmóvil atrapado en una telaraña de realidad y pesadilla, incapaz de desenredarse.

Más tarde, mientras la mujer cebaba el mate, Funes la escrutó vagamente intranquilo. En los últimos tiempos parecía abatida. Ella rehuyó la mirada. Hubo un silencio profundo en el que cada uno se abismaba en sus propios pensamientos. Súbitamente la mujer rompió a llorar con desconsuelo. Sacudía los hombros con gestos convulsivos tapándose la cara con las manos. Al cabo de unos minutos alzó el rostro empapado y con los ojos húmedos miró a su marido. Dominándose intenta una mansa sonrisa. El hombre consternado titubea, mueve la cabeza y se inclina hacia delante apoyados los codos en la mesa. Luego de carraspear dice con acento conmovido que trata de ser desafiante: “cavaré un poco más el jagüel, seguro que habrá agua más abajo, no te aflijas”. Ondulando en el aire queda trunca la voz. La mujer asiente débilmente balanceando la cabeza y ahora el silencio se posesiona nuevamente del cuarto.

La tarde cálida y luminosa iba muriendo silenciosamente. Del paisaje fluye una indefinida tristeza. Por occidente franjas de ámbar y oro viejo tiñen el azul turquesa del cielo y hacen ascuas de la cima de los cerros. Un ave navega perezosamente el espacio sobre la vasta aridez de la solitaria tierra aletargada. Con lentitud la habitación se cuaja de sombras. Al encender la mujer la lámpara de kerosene que cuelga de un tirante, una claridad amarilla baña las paredes. Ambos permanecen largo rato sentados en silencio mientras se agota despacio el resto del día. Desde las profundidades del desierto llega remoto el corto ladrido del zorro.

Al día siguiente se dirige al jagüel. Chispea al primer sol el metal de las herramientas que lleva en equilibrio sobre el hombro. Urgido por la ansiedad, consciente del valor que ahora adquiere el tiempo, desarma con gran estrépito de hierros la cañería del molino. Sin perder un minuto se descuelga hasta el fondo del jagüel, a treinta metros de la superficie. No va a ser fácil. La arcilla es dura como el cemento. Una semana después ha profundizado seis metros, tal vez siete. Junto al brocal la tierra extraída es blanca, agrietada y cada vez más seca. En un suplicio sin fin el pico baja, golpea, se levanta. Así una, cien, mil veces… La sequedad de la arcilla no parece consentir una sola gota de agua. Una sensación de derrota lo acorrala, pero recuerda la agonía del ganado sediento y comprende que no puede retroceder. “Quizás ya este cerca”, piensa.

Ha llegado a los cuarenta metros sin hallar nada más que greda. Funes vive diariamente en las irregulares tinieblas inferiores una pesadilla de calor, sudor y fatiga. Insensiblemente, el jagüel asume a sus ojos la dimensión irreal y fantástica de un insaciable monstruo mitológico dispuesto a devorarlo. De pronto, bruscamente y sin advertencia brota un chorro de agua. Con una sensación de triunfo se agacha ahuecando ambas manos para probar el líquido. “Es dulce”, comprueba. Entonces alborotado trata de apurar la surgencia de la vertiente golpeando sin control. Un instante después con súbita erupción mana en un borboteo inaudible. Despaciosamente al principio, con mayor rapidez luego, y un tumultuoso desborde de borbollones de fango finalmente.

Ahora las cosas se suceden con un ritmo vertiginoso. Alterada la cohesión de las mal aplomadas paredes, estas pierden estabilidad y se desmoronan con un ruido cansado. Una ola de lodo y agua embiste derrumbándolo envuelto en un torbellino que lo cubre y acalla los gritos que en su pánico profiere en demanda de ayuda. Funes bracea con desesperación y siente estallarle el cerebro en el girar de borrosas imágenes: la mujer, la sequía, el rancho, el jagüel, la majada… Luego una apagada explosión y la oscuridad final. Al fin las aguas remansan y ahora el remolino de fango y burbujas rueda con lentitud arrastrando el cuerpo que flota blandamente abierta la boca y con los ojos ciegos y helados clavados fijamente en el extremo del largo y oscuro túnel vertical. Se cierne en lo alto, inalcanzable, el trozo de cerámica azul del cielo. Sólo perturba el silencio perfecto el lejano balido de alguna oveja llamando a su cría.

En el caldeado aire exterior, de pronto el viento se eleva girando en un polvoriento remolino. Desciende rodando por la pendiente de la ladera, peina los secos coirones del bajo, acaricia con invisibles soplos el ramaje del jarillal, vacila al borde del brocal, se adelgaza y luego ya calmado se hunde con lentitud como una cascada de viento y polvo inundando las profundidades terrosas del jagüel. Tiembla la plata líquida del agua y el polvo se deposita con suavidad como un blanco sudario mineral sobre el cuerpo sin vida.

 

Las imágenes que engalanan nuestras Páginas Patagónicas son obra y gentileza de Luciana Gazzotti