Francisco Pascasio Moreno (primera parte)

Francisco Pascacio Moreno nació en Buenos Aires el 31 de mayo de 1852 fue el primer hijo varón del matrimonio entre Francisco Facundo Moreno y Juana Thwaites, dos conspicuos opositores al Restaurador de las leyes.

En 1866, Francisco P. Moreno ya adolescente, ingresó al Colegio Catedral del Norte. Su director, Monsieur Chanalet, tenía una importante colección de animales disecados que despertó la admiración del joven. Fue entonces, a los catorce años, que éste empezó a definir con claridad una idea que hace tiempo lo acompañaba: la de formar un museo. En agosto de 1866, su padre le cedió el mirador de la residencia familiar para que formara, junto a su hermano, lo que sería el Museo Moreno. En ese lugar colocó una sencilla estantería de cajones vacíos, en medio de los cuales cepillaba fósiles y pinchaba insectos. Cuando en 1871 una epidemia de fiebre amarilla comenzó a extenderse y el terror se apoderó de la población, numerosas familias abandonaron Buenos Aires. En medio del caos, la familia Moreno prácticamente huyó hacia una estancia situada cerca de las lagunas de Chascomús. Esa estadía representaría para Francisco uno de los períodos más apasionantes de su juventud. Ayudado por sus hermanos, encontró por entonces un yacimiento de fósiles en el que recogió un importante número de piezas. Estas se dispusieron en cuarenta cajones, que más tarde fueron trasladados a la nueva residencia de la familia en Parque Patricios, donde se acondicionó una sala especial para montar el museo.

Sin embargo, el tiempo en el que Moreno creció, no se caracterizó sólo por la recolección y organización de elementos de museo, también fue central salir a buscarlos y explorar un mundo que, como nunca hasta entonces, parecía develar sus secretos ante la mirada del hombre occidental. En aquellos años una preocupación científica -tamizada por un positivismo con cierto aroma evolucionista- se sumaba a intentonas aventureras en territorios no civilizados (recordemos, por ejemplo, el paso de Darwin por la Patagonia) y Francisco Pascasio Moreno fue un emergente de esa controvertida época. Sin una especial formación académica era sin embargo un gran conocedor del lenguaje y de los procedimientos científicos del momento, y puede decirse que su proceder se ajustaba a los códigos por entonces vigentes en el ambiente científico: viajar para observar el sitio y su gente, recoger la mayor cantidad posible de restos, y unir lo observado y lo recolectado bajo la narrativa del paisaje. Así, empapado en el espíritu de ciencia y exploración, Moreno se embarcó en varios viajes que marcaron su destino. De todas las regiones de la Argentina sin dudas la que más le interesó fue la Patagonia. En ella se ocultaban, según su presunción, vestigios que arrojarían luz sobre los antepasados del hombre, y que revolucionarían a la comunidad científica internacional. El grado cero de la vida podía hallarse en los confines del mundo, entonces, con pasión y polémica, se sumergió en ese vasto espacio al sur del Colorado.

 Rumbo a Terra incognita

Los primeros viajes que Moreno realizó por la Patagonia (el primero a Carmen de Patagones y el segundo a la desembocadura del río Santa Cruz) fueron alimentando una preocupación que ganó fuerza en los años siguientes: la inevitabilidad de un conflicto limítrofe con Chile. Gracias al apoyo del gobierno de la provincia de Buenos Aires y de la Sociedad Científica Argentina, Moreno logró financiamiento para una tercera expedición (en 1875) que contó con un plan sencillo en sus objetivos aunque de muy complicada concreción: atravesar el norte de la Patagonia a caballo y traspasar a Chile por algún paso cordillerano. El futuro Perito experto en límites comenzó el viaje sobre rieles hasta la ciudad de Las Flores, a unos escasos cien kilómetros de la capital, siguió en diligencia hasta una aislada Bahía Blanca, y gracias a un salvoconducto librado por las autoridades militares de esa ciudad, pudo llegar al Fortín Mercedes, sobre la ribera del río Colorado. En ese punto, en lugar de seguir el camino tradicional, la comitiva tomó una ruta alternativa. Esa decisión la puso a salvo de un ataque que podría haber truncado la empresa, ya que más adelante advirtieron -por la gran cantidad de rastros de lanzas arrastradas- que por allí había merodeado Pichun, cacique hostil a las órdenes del gobierno nacional. Hacia fines de noviembre de 1875 la misión marchaba rumbo al oeste bordeando el caudaloso río Negro. Después de algunos días de cabalgata llegaron a la confluencia de los ríos Neuquén y Limay donde actualmente se encuentran las ciudades de Neuquén y Cipolletti. Allí los exploradores se sorprendieron con miles de cabezas de ganado que encontraron pastando. Se trataba de animales que, capturados en la frontera bonaerense, estaban siendo trasladados a Chile para su venta. Poco después cruzaron el arroyo Picun Leufu y avanzaron por las laderas de las sierras desde donde apreciaron por primera vez la cordillera. Finalmente, a pocos kilómetros de la toldería principal de Valentín Sayhueque sobre el río Caleufu, Moreno estableció su campamento y envió dos emisarios para solicitar una entrevista con el último gran cacique.

La llegada de los viajeros era esperada por Sayhueque quien invitó a Moreno a entrar a su toldo. Ambos estrecharon sus manos en un gesto de paz y amistad. La cordialidad continuó con un intercambio de presentes. Luego de las fórmulas de cortesía, el lonco del país de las manzanas expuso el delicado estado en que se encontraban las relaciones con el gobierno nacional, debido a un atraso en el pago de las raciones que aseguraban la pacificación de la frontera. De ahí que, en las puertas de los Andes, la expedición estuviera cerca de verse abortada. Diferentes asistentes habían convencido a Sayhueque de los riegos que suponía que los argentinos conocieran el paso cordillerano, en momentos en que se hablaba del avance de la frontera por parte del gobierno nacional. A estas conferencias informales siguió un consejo de guerra, que no sólo prohibió a Moreno el paso hacia Chile, sino que también le prohibió avanzar al norte para llegar a Mendoza. Pese a esto, gracias a la colaboración del cacique picunche Quinchahuala, con quien Moreno había trabado una buena relación, la expedición fue autorizada a realizar una excursión de una semana por las costas del gran lago. El 22 de enero de 1875, luego de algunas jornadas de marcha, los viajeros divisaron el lago Nahuel Huapi. Moreno era el primer huinca que desde el Atlántico alcanzaba la región lacustre andina. A las orillas del lago estableció un campamento y permaneció en la zona durante tres días, reprimiendo sus deseos de alcanzar el campamento del cacique Inacayal, y dirigirse luego en dirección a una depresión que suponía podía ser el legendario paso de los Vuriloches.

De regreso, y antes de su partida definitiva, Moreno participó de tres días de fiestas que fueron realizadas en su honor. El clima que se respiraba en las tolderías no era de hospitalidad. Algunos pensaban que su llegada había sido la causa de muchas desgracias. Para ganarse la confianza de los indios Moreno no dudó en participar de todos los rituales celebrados y concluidos los festejos inició su viaje de retorno. En el camino de vuelta se topó con arreos dirigidos por mujeres, que lo terminaron de convencer del peligro que se cernía sobre la frontera sur de la provincia de Buenos Aires. Algunos días después, en el paradero Chichinal, entabló conversación con quienes conducían una de las partidas de ganado que se dirigían a Chile. Para que su vida no corriera peligro se hizo pasar por un ganadero chileno interesado en comprar los animales que estaban siendo trasladados desde la provincia de Buenos Aires. Y como no contaba con caballos suficientes para llegar rápidamente hasta Carmen de Patagones decidió arrebatarles a los arrieros la tropa de caballos. Ensilló despacio para no generar sospechas, montó de un salto y espantó a la caballada. En sólo dos días alcanzó Carmen de Patagones y dos jornadas más fueron suficientes para llegar a Bahía Blanca desde donde se dirigió a Tandil. Allí advirtió al juez de paz sobre la posibilidad de que Namuncurá lanzara un malón de envergadura sobre el sur de la provincia. Finalmente llegó a Las Flores -punta de rieles del Ferrocarril del Sud- para arribar a la capital, luego de seis meses de aventuras, en marzo de 1876. Llegó tres días antes de que se concretara el malón sobre la frontera sur, sin embargo sus advertencias no fueron escuchadas; ni los repetidos mensajes telegráficos ni una entrevista con el ministro de Guerra pudieron evitar una de las operaciones indígenas más importantes de las que se tenga recuerdo.

En busca del agua grande

Dado el creciente reclamo por parte de Chile y atendiendo la necesidad de consolidar posiciones en el sur, el ministro de Relaciones Exteriores del presidente Nicolás Avellaneda aprobó el viaje de reconocimiento del río Santa Cruz que Moreno y su comitiva iniciaron en 1876 y concluyeron al año siguiente. Luego de casi un mes de navegación el 14 de noviembre llegaron a la desembocadura del río Chubut. Se dirigieron entonces al incipiente poblado llamado Tre-Rawson, por entonces compuesto de quince rudimentarias casas de adobe crudo. En esa zona Moreno hizo un hallazgo importante: un promontorio de no más de un metro y medio, compuesto de piedras y ramas secas, donde se blanqueaban huesos humanos. Moreno retiró del lugar ocho cráneos y varios fémures que incrementaron su colección. Estaba convencido, al igual que la mayoría de los naturalistas de la época, que el estudio de los restos de los aborígenes permitiría conocer datos más precisos sobre el origen del hombre y sobre el desenvolvimiento de las culturas que habían precedido a la sociedad civilizada de su época. Esta no fue la única profanación llevada a cabo por el futuro perito, algo similar sucedió con Sam Slick, hijo del importante cacique Casimiro, a quien había conocido en su viaje anterior a Santa Cruz y con quién había mantenido un trato familiar. Enterado de su muerte y del lugar de su inhumación, Moreno lo desenterró cometiendo un sacrilegio que según sus propias palabras era en provecho del estudio osteológico de los tehuelches. La colección se completó con los cuerpos del cacique Sapo y de su mujer que, pese a encontrarse en un cementerio cristiano, habían sido enterrados sentados a la usanza de los tehuelches.

El 17 de diciembre los viajeros partieron de Puerto Deseado, y después de atravesar durante cuatro días intensos temporales, arribaron a la entrada de la bahía Santa Cruz donde pasaron una noche a la intemperie. Al día siguiente divisaron el humo de las casas. Los relinchos de los caballos y los ladridos de los perros anunciaban la cercanía de la isla Pavón, cedida por el gobierno nacional al capitán Luis Piedrabuena, cuyo establecimiento era por aquellos años un verdadero parador en medio de la inmensidad del paisaje. Algunos días después llegaron a comerciar cuatro tehuelches acompañados por la china María, esposa del cacique Conchingan, cuyos toldos se encontraban en el valle del Shehuen. Moreno y sus hombres los recibieron con pompa. Sabían que la expedición lucía desabastecida para atravesar los territorios tehuelches y por ese motivo trataron de impresionar a sus visitantes. Moreno entabló conversación con María y se ganó su confianza regalándole una bolsa con galletitas y pasas de uva a su hija mayor. Invitados por la comitiva los expedicionarios decidieron visitar el campamento tehuelche de Shehuen, pero en este caso no hubo formalidad alguna. Las humildes comodidades existentes se pusieron a disposición de los viajeros, y el jefe Conchingan trató de agasajarlos de la mejor manera posible: un gran trozo de carne de caballo se colocó frente al fuego en las inmediaciones del toldo, mientras la china María cocinaba un puchero de avestruz en un tarro vacío de pintura que hacía las veces de olla. Luego de conseguir cuatro caballos -suficientes como para el viaje- Moreno decidió no prolongar su estadía con los tehuelches, ya que los más viejos empezaban a mostrar extrañeza ante su interés por visitar las sierras (refiriéndose a los Andes) y el agua grande (donde nacía el río Santa Cruz). Nuevamente en camino y pasados algunos días de penosa marcha -que los dejó con las ropas raídas y las manos ampolladas- los expedicionarios divisaron el agua grande: aguas inmensas de tono azul verdoso que parecían fluir de los grandes ventisqueros que se volcaban sobre las playas. Llegados a este punto ya no podían avanzar con la embarcación, por lo que Moreno siguió solo por la costa medanosa hasta dar finalmente con las nacientes del río Santa Cruz, desde donde regresó rápidamente para transmitir la buena nueva a sus compañeros. Grandes esfuerzos demandaría todavía hacer llegar el bote hasta ese punto, pero la sensación de la tarea cumplida volvió menos sentidos los esfuerzos. Una bandera argentina fue izada en la punta del médano más alto, y rodeándola el pequeño grupo prometió cumplir con su deber, y seguir adelante mientras los escasos recursos lo permitieran.

(continuará)