El relato que compartimos integra Presas, nuevo libro de cuentos de la escritora barilochense Mónica de Torres Curth recientemente publicado por Ediciones De la Grieta de San Martín de los Andes.
Se estaba apagando de a poco. Los médicos decían que no tenía ninguna enfermedad, pero algo se la comía, se la devoraba por dentro, se tragaba su brillo, le quitaba hasta las ganas de respirar. Pensaron que moriría pronto. Nadie había podido hacer nada por ella. Les hablaron de esa mujer. Alguien lo dijo. Que vayan a verla. Que no cobra. Que resuelve cualquier problema, cualquiera.
Era lejos, pero su padre confiaba en el autito. Todavía lo estaba pagando con un crédito. Cargaron una canasta con algo para el viaje, el mate, unas masitas caseras que su madre hizo el día anterior, y aunque sabía que ella se negaba a comer, le preparó también su comida favorita. Quizás el aire fresco te aliente un poco y te venga el apetito, le decía. Salieron muy temprano, antes del alba. La acomodaron en el asiento de atrás, entre unas almohadas, porque casi no podía mantenerse sentada. La taparon con una manta, aunque no hacía frío, porque ella siempre estaba azul, como congelada.
El camino por momentos se transformaba en una huella profunda y angosta tanto más cuanto más se adentraban hacia el sur. Nada cambiaba a pesar de los kilómetros recorridos. Una tierra despojada, con viento y calor. Cada tanto un peludo se cruzaba adelante y el hombre frenaba con brusquedad. Eso los volvía al acá y ahora, menos a ella, que solo intentaba volver a recostarse en la posición en la que estaba antes de la frenada.
El auto pasaba con dificultad por las piedras secas de los cauces de arroyos que habían cruzado la ruta en el invierno. Cada tanto paraban para estirar un poco las piernas, hacer pis y darle agua. Tomaba dos o tres sorbos, con los ojos cerrados, y luego volvía a agachar la cabeza. La madre le ofrecía comida, pero ella ni le contestaba. Por Dios que lleguemos a tiempo le decía la mujer al hombre. Él aceleraba un poquito más y se erguía en el asiento acercando la cara al vidrio y apretando más fuerte el volante. Por Dios que lleguemos a tiempo repetía él, que llevaba más de diez horas manejando, pero no le importaba. Hubiera dado la vuelta al mundo a pie si eso la salvara.
Empezaba a atardecer y desviaron por un camino que subía a una loma. Unos pocos kilómetros y vieron una fila larga de álamos, y ahí, a la sombra larga de los árboles, una fila de gente. Sillas, mesas, carpas, autos, caballos, viejos, niños, mujeres embarazadas, perros, y al fondo, en la sombra del cerro ya, una casa con la puerta abierta y un humo vertical que se perdía en el aire caliente de la tardecita.
Estacionaron el auto en un hueco que encontraron, como a doscientos metros de la casa. Se bajaron entumecidos de tantas horas de viaje, y dejaron las dos puertas de atrás abiertas para que corriera el aire donde estaba ella. Una mujer se acercó a preguntarles por qué venían, pero no hizo falta. ¿Camina?, preguntó en cambio. Apenas, dijo la madre. La mujer se fue y volvió enseguida. Ella sabe que están acá y va a verla primero, dijo. Acerquen el coche a la casa.
Cuando el hombre acomodó el auto frente a la puerta para que ella pudiera bajarse, una mujer baja y vieja los esperaba. Les habló en una lengua que no entendieron, y miraron a la otra. Que entren.
Adentro estaba oscuro, había dos sillas enfrentadas. La ayudaron a llegar hasta una de ellas. Apenas podía mover los pies. Se apaga, dijo la vieja. Se apaga. Vayan afuera. Salieron agarrados del brazo, queriendo quedarse. El aire afuera aún estaba caliente. Una gente que esperaba también se acercó y les convidó un mate cocido. Se sintieron reconfortados. Empezaba a oscurecer, y todo parecía morir.
Pasaron cuatro o cinco horas. Estaban tan cansados que se durmieron en el auto. Se asustaron cuando la vieja les habló, no habían escuchado que se acercaba. El mal amor es el más difícil, dijo, pero llegaron a tiempo. Ahora que duerma, y mañana cuando amanezca hablaré con ella. Victorina les va a decir dónde la pueden acostar.
Empezaron a preguntarle, pero la vieja se dio vuelta y se fue. La otra mujer los guio a un lugar donde había otras personas descansando, como un hospital pensó la madre, pero afuera. Tiraron unas mantas sobre el pasto, y la acostaron con cuidado. La taparon y mientras la madre le acariciaba el pelo se durmió profundamente. Antes de cerrar los ojos vio las estrellas. No sabía que existieran tantas. Sus padres dijeron que iban a hacer guardia uno después del otro durante toda la noche, pero en algún momento cayeron rendidos. El gallo los despertó cuando clareaba. Fueron hasta un fuentón que había cerca, se lavaron y abrieron su canasta para comer alguna cosa. Ella seguía dormida. No se despertó hasta que la vieja la mandó llamar con Victorina.
La ayudaron a levantarse y la acompañaron hasta la puerta. Cuando llegaban, caminando apoyada en un bastón y del brazo de un hombre alto, salía una mujer que les resultó familiar de alguna manera. Les sonrió y eso les dio alegría. Ahora en el cuarto, además de las sillas había una mesa. Algunas velas, unos yuyos, unas piedras y otras cosas que no alcanzaron a ver bien porque no los dejaron entrar.
La vieja le tomó el brazo y la llevó hasta la silla. No hablaba, solo trajinaba con algunas cosas en el fondo. Le trajo un té y le dijo tómelo. No tenía ganas pero lo hizo. Se sintió reanimada a la vez que tuvo unas ganas enormes de llorar. Llore m’hija, le dijo la vieja y ella creyó que se desarmaba en pedacitos. La dejó llorar. No se acuerda cuánto tiempo. Tomó una taza de té, y después otra, y después otra. La primera le había parecido horriblemente amarga, pero ahora era casi dulce. La vieja no hablaba. Solo murmuraba y salía a atender a otras personas en la habitación de al lado.
Estuvo así hasta que empezó a caer el sol otra vez. No se movió de la silla ni para hacer pis. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra, así que cuando la vieja se le sentó delante pudo verla bien. Estaba cansada, como ella. Pero tenía muchísimos más años. La vieja le tomó las manos y se las miró. Se puso de pie y se acercó mucho a su cara para mirar adentro de sus ojos, y ella pudo sentir el olor del tabaco y el perfume de algún yuyo, como alcanfor. La verdad no sabía nada, ni de plantas ni de nada. Tuvo una epifanía. Ahora era consciente de que había pasado treinta años de su vida dormida y quiso despertarse.
La vieja volvió a sentarse. Se recostó en el respaldo de la silla, se puso las manos sobre el vientre y largó un suspiro largo. Empezó a hablar.
En la pampa, en medio del polvo y al rayo del sol, crece un lirio. Tiene cinco o seis hojas planas y delicadas que crecen al ras del suelo. Se arrastran, y están siempre al borde de la muerte, porque el calor las cocina, las maltrata, las golpea con toda su furia. El sol es cruel acá, m’hija. Y en esas condiciones, así, con el viento que arrasa a veces, con el agua que casi no cae, con los guanacos que deambulan y pisotean todo, aun así, la planta yergue un tallo carnoso y vertical, como de una palma, más o menos, dijo y midió con las manos. Se hincha en el extremo que apunta al sol, como si fuera a escupirle. Dicen los antepasados que las estrellas entran en la noche en ese tallo jugoso, a bebérselo, y cuando lo hacen, entienden la tristeza del lirio, que apenas sobrevive. Porque ese sol del que está enamorado lo mata cada día. Las estrellas se quedan con el lirio y un día, con la última luz del atardecer, explota en flores. Las más lindas que hay en la estepa. Entonces el sol se avergüenza y se esconde. Tampoco sale la luna. Y ahí, m’hija, en ese momento, las estrellas suben al cielo y se desparraman de un lado al otro del horizonte. El lirio brilla, porque tiene toda la luz de los cielos nocturnos en sus flores. Dura solo una noche, porque es muy cansador todo lo que hace. Hay que ser valiente para enfrentar al sol. Igual no importa que dure tan poquito, porque lo vieron millones de estrellas, y ya se sabe del lirio en todo el universo. Si camina de noche por la estepa lo puede ver. Las hojas brillan como plata. Camine y camine hasta que lo encuentre. Ya está en condiciones de caminar. Yo le voy a indicar por dónde tiene que ir. Espérelo a que muestre su belleza, espere el amanecer a su lado. Lleve un poncho porque hace frío acá, aunque sea verano. Siéntese a su lado y espere. Cuando vuelva a salir el sol, el lirio parecerá morir. Las flores mustias caerán en unas horas, y las hojas que crecen al ras del suelo las recibirán en sus faldas. Júntelas. No están muertas. Solo están cansadas. Guárdelas en esta caja que le doy y tráigamelas. La voy a estar esperando. Vamos a enterrarlas juntas y con las flores todo el mal amor que traía. Y le voy a hablar en lengua a las flores. Ellas saben y la van a salvar, m’hija. Vaya.
Mónica de Torres Curth (Bariloche, 1961) se especializa en el género cuento. Participó en antologías: “Casi Nada en el Viento” (La Luna Que, 1999), “Estación 13” (FEM, 2008), y en varios números de la revista anual de la Escuela de Arte La Llave “Recuento”. Obtuvo numerosos premios, entre ellos por la obra “Todo lo que debemos decidir” (Editorial de la UNRN, 2017), y por “El camino de la izquierda” (Fondo Editorial Rionegrino, 2018). Con esta última editorial publicó en 2019 “Circulares”, en coautoría con Cecilia Fresco. Este año publicó “Nosotras somos ellas. Cien años de historias de mujeres en la Patagonia” (Educo, 2023) junto con Laura Méndez y Julieta Santos. El relato que compartimos integra “Presas” (La Grieta, 2023), su nuevo libro de cuentos breves. Página web: https://monicadetorrescurth.com.ar
Las imágenes que engalanan nuestras Páginas Patagónicas son obra y gentileza de Walter Castro Veliz
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