A la vera del fogón: Recordando a don Eddy Rapoport

Si buscamos en internet quién fue Eddy Rapoport sabremos que fue un ecólogo argentino, biogeógrafo, escultor, investigador superior de CONICET y profesor emérito de la Universidad Nacional del Comahue que vivió en Bariloche desde principios de la década del 70 y regresó a estas cordilleras luego de pasar su exilio en México. También sabremos que fue “ampliamente reconocido por sus estudios fundamentales sobre biología del suelo, invasiones biológicas, ecología urbana, por acuñar el término buenezas para las malezas comestibles y, en particular, por sus contribuciones a la biogeografía (…)”. Pero además de todo esto Eddy fue un viajero incansable, papá y abuelo de una familia numerosa y un vecino receptivo y solidario a quien tuvimos el honor de entrevistar 12 otoños atrás y de compartir con los lectores sus palabras en la edición número 8 aparecida en abril del año 2011. Y como somos cultores de la memoria y amigos de las celebraciones que imponen los números redondos en esta, nuestra octogésima edición, decidimos proponerles volver a escuchar aquella charla sostenida con este maestro, cuyas enseñanzas tienen una vigencia tan constante e inagotable como el reino vegetal que lo fascinaba.

¿Cuándo nace su pasión por la biología?

Empezó cuando estaba en quinto grado de la escuela primaria, a partir de una conversación que tuve con mi hermano Osvaldo -mayor que yo- que se había recibido de maestro y trabajaba en Cholila. Era el año 1938. Osvaldo me preguntó que pensaba hacer cuando sea grande y yo le contesté que me gustaría estudiar los bichos y las plantas. Entonces él me dijo: ¡Vas a ser biólogo! Eso es lo que recuerdo. Así es que mientras cursaba el colegio secundario ya tenía la idea de estudiar biología. Sin embargo el secundario fue una desilusión porque los profesores eran pésimos. En primer año -en el colegio Nacional Sarmiento de Buenos Aires- tuve botánica, me interesaba bastante pero no pude aprender nada, mientras tanto leía libros en casa y mi hermano me orientaba. Él fue mi mentor realmente. Un tipo excepcional. Durante el secundario me habló de unas teorías que tenía acerca del origen de la vida y así empezamos a charlar, a discutir, a leer, a buscar bibliografía, y al final escribimos un artículo que finalmente publicamos 7 años después en la revista del museo de La Plata. Ya más grande estudié en esa ciudad porque era imposible estudiar en Buenos Aires. Perón había echado a todos los profesores de la UBA -que en su mayoría se habían ido a países vecinos- y no había nadie en la facultad. Yo me pensaba ir del país porque no se veía ningún horizonte, era todo muy negro.

¿Cómo comenzó su investigación sobre las mal llamadas malezas?

En 1973 me di cuenta que uno de los problemas más serios que había en Bariloche eran las especies invasoras. El ciervo colorado, el jabalí europeo, la liebre y el conejo europeo, amenazaban con extinguir las especies nativas y destruían los cultivos con todas las pérdidas económicas que esto acarreaba. Así es que consideré que era importante dedicarse a averiguar que pasaba con la ecología de las invasiones. A partir del golpe militar de 1976 se empezó a considerar peligroso el trabajo de la Fundación Bariloche y unos 200 investigadores perdimos el trabajo. Ahí empecé a comer yuyos. Tiempo después nos fuimos a México donde me invitaron a crear una cátedra universitaria sobre ecología de las invasiones en el Instituto Politécnico Nacional. Durante los años del proceso yo estaba muy mal visto por la SIDE, ni siquiera querían que de clases en colegios secundarios porque según ellos les desviaba la mente a los jóvenes. Cuando volví a Bariloche después de 4 años pude ver el desastre que habían causado todas las invasiones que nos rodeaban. Prácticamente todos los pastos existentes habían sido importados para el mejoramiento de las pasturas. Hablé con gente de Buenos Aires y de la Aduana para ver como se podía impedir que se traiga cualquier cosa pero era muy difícil. Yo quería que las compañías aéreas informaran a los pasajeros que cosas no se podían traer pero resultó casi imposible. Ahora tenemos un poco mas de cuidado, aunque muchísimo menos de lo que tienen en Chile o en México, donde son mucho más estrictos.

Leí que usted dice que son impredecibles los efectos ecológicos que pueden causar las plantas invasoras a largo plazo. ¿Por qué?

Por ejemplo en estos momentos está entrando el pino Oregón, mal llamado pino, ya que se trata del abeto Douglas proveniente de Estados Unidos, que está invadiendo y remplazando al ciprés patagónico y a otras especies. O sea que a la larga vamos a tener un rígido bosque internacional pero del bosque patagónico no vamos a tener nada. En lugares donde entraron los arces, que crecen uno al lado del otro y forman una selva impenetrable, no quedó nada, se extinguieron todas las especies nativas. Así es que cuando esté todo reemplazado por un bosque internacional cosmopolita nos pareceremos a Europa y Estados Unidos y habremos perdido el bosque autóctono patagónico. Fue buscando sacarles provecho a estos enemigos que empecé a investigar las malezas comestibles. Y me encontré con que muchas de ellas se comían en México y se vendían en los mercados, aunque aquí tuvieran otro nombre. A partir de un amplio número de muestras seleccionadas al azar en baldíos, veredas y campos del área barilochense, junto al grupo de investigadores de ECOTONO (laboratorio creado por Rapoport en la Universidad del Comahue) determinamos que había una cantidad fenomenal de malezas comestibles en la región. Hicimos cálculos estimativos para ver cuantos kilos había por hectárea y según esos cálculos había 270 kilos de buena comida por hectárea en la estepa y en zonas más boscosas había máximos de 7000 kilos y un promedio general de 1300 kilos por hectárea. Nos resultó fenomenal que hubiera tanta comida que no había que cultivar, ni sembrar, ni regar para que creciera, comida que crecía sola. Este es un conocimiento que nuestros tatarabuelos tenían y que hemos perdido. Porque antes que se invente la agricultura el ser humano era cazador y recolector, tenía un buen conocimiento de los recursos que le ofrecía la naturaleza y los aprovechaba. Hoy por hoy en los países civilizados ese conocimiento se perdió.

¿Por qué cree que hemos perdido ese conocimiento?

Las razones son varias pero hay un ingrediente cultural importante, nos hemos acostumbrado a pagar por lo que consumimos y recolectar lo que está al alcance de la mano nos da la idea de que es malo. Aquí en Bariloche está lleno de ciruelos y cuando salen las ciruelas mucha gente no las recoge. Pregunté a varias personas porque no las recogían -ya que son riquísimas- y muchas creían que eran venenosas. En Tucumán las calles están llenas de guayabas y la gente tampoco las junta porque cree que son tóxicas. Además somos reaccionarios, nos negamos a probar nuevos gustos, no nos atrevemos. Y hemos perdido la tradición oral. Cuando las abuelas y los abuelos dejan de enseñarles a sus nietos lo que saben se corta el hilo y se pierde el conocimiento. Los pueblos originarios del Chaco y de otras regiones se mueren por desnutrición porque han perdido la tradición, sobrevivieron miles de años hasta la llegada de los españoles y ahora perecen por no tener dinero para comprar alimentos. Esto es una vergüenza. El responsable de recuperar y difundir estos conocimientos es el Ministerio de Educación, hay que enseñarlo en las escuelas, es imprescindible que los jóvenes sepan cuáles son las plantas que curan, las que matan, las plantas industriales y las plantas comestibles de cada región. Pero esto no les interesa a los funcionarios. Si uno habla con los maestros en forma directa están muy deseosos de transmitir todo esto, pero llevarlo a la currícula -aunque sea una clase por año- es imposible. Me he acercado a los Ministerios de Educación, les he escrito, he llevado cartas y ni un sólo funcionario a nivel nacional o provincial me ha contestado. Con quienes tenemos un gran éxito es con los chef que ya están utilizando yuyos tanto en la Patagonia como en Buenos Aires. La palabra yuyo viene del quechua y significa hortaliza, así que yuyo no es sinónimo de maleza sino de algo comestible. Este conocimiento sirve para quienes están en situación de riesgo alimentario, para quienes gustan de un mayor contacto con la naturaleza y también para los gourmet de alta cocina. Sin distinciones.

Ahora se está empezando a llamar buenezas a plantas consideradas hasta hace poco como malezas. ¿Cree que esos cambios fueron fruto del trabajo de gente como usted que comparte su conocimiento con la población?

Nosotros no inventamos nada, solo recuperamos y divulgamos ese conocimiento, lo pusimos a disposición del público. Lo único que descubrimos fueron unas diez especies nuevas nunca citadas como comestibles por ningún autor. Eso sí fue producto de nuestra propia experimentación. Un colega brasileño hizo su tesis sobre plantas silvestres comestibles de Río Grande do Sul y encontró 67 nuevas especies comestibles. Ahora las mejora, las cultiva y consigue las semillas. También va a ferias, habla con los horticultores y los convence de cultivarlas y de venderlas. Además hizo el análisis bromatológico para ver cuantas proteínas, hierro, calcio e hidratos de carbono tienen. Nos dejó a la altura de un poroto. En su país su investigación es realmente histórica, porque durante la exploración de Brasil no se cuantas partidas del ejército español murieron de hambre en el amazonas por no saber que comer. Y sin embargo estaban llenos de comida.

Usted sostiene que esa pérdida de conocimiento trae aparejada una pérdida de la identidad. ¿Cómo puede marcar esto a las generaciones más jóvenes?

Muchos jóvenes desconocen totalmente esto, creen que los árboles de la patagonia son los pinos, entonces ya están acostumbrados, para ellos es normal que las especies exóticas reemplacen a las nativas y no le dan ninguna trascendencia. Es cuestión de educación. La idea es trabajar en escuelas, iglesias y comedores, para que los chicos se conviertan en los verdaderos multiplicadores del conocimiento y así recuperar el reconocimiento de la propia naturaleza, que en América se perdió con la llegada de los españoles, con la idea de que las cosas buenas son las europeas y no las americanas. El trigo es bueno pero la quinua no; la vaca es buena pero el peludo no. En su momento el centeno, la avena, la acelga y la achicoria fueron consideradas malezas, hasta que el hombre aprendió cómo aprovecharlas. A los europeos les llevó siglos descartar la idea de que la papa era venenosa.

¿Qué incidencia cree que tienen los estereotipos publicitarios a la hora de concientizarnos sobre la seguridad alimentaria?

Hay gente que pasa hambre y esto no tendría que ocurrir. Vivimos rodeados de comida. La publicidad nos aleja de la naturaleza y nos hacer olvidar lo que tenemos alrededor. Estamos llegando a los 7 mil millones de habitantes en el mundo. Hay que ver lo que hemos crecido y seguimos creciendo en contra de las leyes de la naturaleza. Nos hemos alejado de ellas. Pero parece que esto no es válido para el ser humano. Muchos piensan que la tecnología va a reemplazar a todo el desastre que se nos anuncia. Habrá que controlarse y prestar atención porque los golpes de la naturaleza pueden ser muy fuertes. Seguridad alimentaria significa comer sano y esto hay que enseñarlo en la escuela, que los chicos sepan cuales son las comidas más nutritivas y que es lo que conviene comer. Y para mejorar los hábitos de consumo en la población hay que hacer propaganda. Hacer lo que hace Coca Cola. Llenar de carteles por todos lados. Ya conocemos más de 16.000 especies comestibles y suponemos que pueden llegar a pasar las 60.000 en el mundo. O sea que utilizamos lo mínimo de lo mínimo y nos olvidamos del resto. Sin embargo creo que poco a poco vamos a empezar a retornar a estos conocimientos.

¿Qué siente cuando en la feria franca de horticultores de Bariloche se comercializan las buenezas?

Hay 12 o 14 yuyos comestibles que se están vendiendo y me parece muy bien. Son riquísimos. La gente no sabe que las plantas silvestres son más ricas que las cultivadas. Eso es algo que ya descubrieron en oriente. Las variedades silvestres se venden más caras que las cultivadas porque son más gustosas. Y eso en gran medida es obra de Ana Ladio que ha promovido y ha divulgado el asunto entre los horticultores. Eso da aliento. Da esperanza. Si tuviera que armar mi propio puesto de buenezas sin duda pondría a la cerraja, que es igual que la espinaca pero más rica. También la quinua blanca -pariente de la quinua peruana- que tiene unas semillitas chiquitas que con los tallos y las partes tiernas se pueden comer. También al berro. Te puedo dar una lista de más de cien plantas silvestres que se encuentran fácilmente. La cuestión es que la gente pueda reconocerlas y eso hay que enseñarlo.