A la vera del fogón: Recordando a Rayita Cruz

En esta ronda de charlas imperdibles compartidas de nuevo les proponemos volver a escuchar a Rayita Cruz, pintora, escultora, psicóloga social e inolvidable docente, a quien tuvimos el gusto de entrevistar –a sus 88 años– a fines del otoño del 2012 y quien falleciera, a los 92 años, en mayo del 2016. Nacida a 3 leguas de Luján, en la provincia de Buenos Aires, Rayita llegó a vivir a Bariloche junto a su marido, el pintor Horacio Cruz, en 1956. En aquellos años supo aventurarse con su esposo, a bordo de un jeep, por las viejas huellas de la Patagonia; y con igual intrepidez, en su práctica docente, supo integrar propuestas pedagógicas inspiradas en la perspectiva de Paulo Freire y la –por entonces novedosa– Educación por el Arte, que propiciaban la incorporación del conocimiento, por parte de las chicas y de los chicos, de manera experimental y sensitiva. Innovadora en materia de educación artística, Rayita no solo dio clases en escuelas públicas de nivel inicial y medio, sino que integró también el grupo de docentes cuyos talleres dieron origen a la Escuela Municipal de Arte La Llave. Por vigentes e inspiradoras, compartimos nuevamente las palabras de esta querida maestra.

Rayita, la primera pregunta que le quiero hacer es casi obligada. ¿Cómo surge su apodo?

La culpa fue de mi marido, Horacio Cruz. Él me decía que era un rayito de sol. Parece que estaba enamorado el buen hombre en esa época. Era el año 56, cuando nos vinimos a vivir a Bariloche. No le gustaba llamarme Raquel porque le hacía acordar a una tía a la cual no quería nada. A mí, Rayito no me gustaba del todo porque soy mujer, entonces quedó Rayita. Tiempo después ese apodo me sirvió para divertirme mucho con los chicos de quinto o sexto grado a quienes daba clases de plástica. Entonces en el pizarrón ponía mi nombre con símbolos. Un menos y un más: Rayita Cruz. Así los chicos se acordaban fácilmente de mí. Uno se divertía y hacía que los chicos se rieran. Mi apellido de soltera es vasco francés, con orígenes en los bajos pirineos, una zona muy parecida a El Bolsón. Significa bueno del otro lado.

¿Dónde trascurrió su infancia y qué se acuerda de ella?

Nací a 3 leguas de Lujan en la provincia de Buenos Aires. Mi padre era cabañero de esa localidad. Así que mi vida fue bien campera: andar a caballo, ir a la escuela rural y andar mucho en bicicleta. En el campo viví hasta los 12 años y después me tuve que ir al pueblo para hacer quinto y sexto grado. Ahí vivía con unos parientes en una pensión. Empecé a estar separada de mi casa, pero me iban a buscar todos los sábados para volver a lo de mis padres. Ya de adolescentes, con mis amigas íbamos a bailar al club del barrio.

Mi mamá se llamaba Catalina y era de familia irlandesa, aunque ella nació en General Belgrano, provincia de Buenos Aires. Mi papá se llamaba Guillermo. Era una mezcla casi explosiva que tenía una misma raíz celta. Mi padre vino al país cuando cumplió 20 años, para no hacer el servicio militar en Europa. Aquí ya había varios de sus hermanos mayores. Iban viniendo de a uno a América. Tuve un hermano llamado Valentín y una hermana, Ester, 15 años mayor, que fue maestra de escuela.

¿Fue durante su infancia donde nació su pasión por el arte?

En la infancia todos los chicos dibujan, pintan y la pasan muy bien. Todos hacíamos algo. Pero la que incentivaba mucho eso era mi madre que cultivaba flores, armaba floreros y arengaba a pintarlos. También depende del tipo de maestro que a uno le toque. Cuando estuve en quinto grado, mi maestra organizó galerías con nuestros dibujos. Entonces mi hermana me regaló una caja de acuarelas. Me acuerdo de ese momento. En la escuela por lo general mis dibujos estaban sin terminar; aunque no me costaba esfuerzo hacerlos me dedicaba a terminar los de mis compañeros. Tiempo después me recibí de maestra y fui a trabajar a Buenos Aires, donde estuve en el taller de pintura de Juan Carlos Huergo. Ahí aprendí mucho.

¿Por qué eligieron venir con su marido a Bariloche?

Él conocía esta ciudad desde unos años antes y con unos amigos ya habían estado en El Bolsón. Cuando vine a vivir aquí no tenía ni idea adonde venía. Me acuerdo que, a un compañero del trabajo, que era ingeniero y trabajaba en meteorología, lo designaron a El Bolsón y nadie sabía dónde quedaba. Tendría 24 años en ese momento. Vine con pura fe. La primera impresión que me llevé del lugar fue de quedar encantada. Me gustaban mucho los bosques de cipreses. He paseado tanto debajo de esos bosques. Me encanta el sonido del bosque cuando hay viento y el perfume que tienen.

A lo largo de su vida estudió pintura, pero también otras disciplinas artísticas y no tanto, ya que también es Psicóloga Social. ¿Con cuál de sus títulos se siente más cómoda?

Yo soy pintora y psicóloga social. Esta última carrera, que estudié en Bariloche, me hizo entender y ver más claramente cosas, ideas y conceptos del arte y la pintura. Fue muy lindo. Sin embargo, psicología social no ejercí nunca. Fui profesora de plástica y de dibujo en los primeros niveles de la escuela secundaria y en escuelas primarias. Era una época donde los maestros hacíamos doble turno. En un momento trabajaba en la escuela primaria y en la secundaria al mismo tiempo. Después renuncié a la secundaria e ingresé como maestra de grado en la Escuela Nº 295. Fueron los tres años más felices de mi vida. Yo había leído mucho a y sobre Paulo Freire y me encantaba su forma de ver y pensar la educación. Entonces fue mi momento de hacer lo que creía: aplicar la educación por el arte. La directora estaba desesperada, pero fue lindísimo. Los padres querían ver el rojo de corregido en los cuadernos, pero nosotros jugábamos con los chicos.

¿Cómo era llevar la educación popular de Freire a un colegio público en esa época? ¿Con qué dificultades y alegrías se encontró?

Las dificultades básicamente consistían en que si uno quería hacer algo, tenía que poner plata de su bolsillo. Punto. Te cuento un episodio. Esos chicos no conocían el bosque. Entonces los llevamos de excursión y para eso se alquilaba un colectivo con dinero de nuestros bolsillos. Entonces nos fuimos al bosque. La que me hacía pata siempre era la profesora de educación física, así que me fui con ella y los alumnos. En el bosque medíamos un ciprés, y aprendimos lo que era una circunferencia. Estudiamos matemáticas debajo del bosque, haciendo una ronda alrededor del árbol. Debía ser el año 85.

Antes de llegar a Bariloche usted hacía giras artísticas por la región arriba de un jeep. ¿Qué recuerda de esas travesías?

Eso era cuando estábamos recién llegados a Bariloche con mi marido. Lo hacíamos para poder hacer exposiciones. Metíamos las obras en el techo del jeep y salíamos. Me acuerdo que una vez le pidieron un cuadro del gobernador de Chubut de ese entonces, Luís Jorge Fontana, y hubo que ir a entregarlo.

En Puerto Madryn nunca habían hecho una exposición de pintura en esa época. Y nosotros la hicimos en una escuela. También fuimos muchas veces a Comodoro Rivadavia. Salíamos mucho porque no teníamos ataduras, así que terminábamos algo y partíamos. En Esquel había mucho movimiento artístico, incluso más que en Bariloche. El dueño del diario Jornada vivía en Esquel, aunque el matutino se editaba en Trelew. Ese señor tenía un salón donde hacía eventos, principalmente exposiciones, e invitaba a pintores de la región y traía a jurados de Buenos Aires. Eran jornadas lindísimas.

¿Y cómo era el panorama artístico cultural en Bariloche?

Había muchísima gente que hacía cosas. Nosotros éramos muy amigos de Reynaldo

Antúnez, un pintor de paisajes muy conocido que hizo muchas cosas. También vivía en este barrio Andi Yácono, un hombre muy modesto pero muy buen pintor. Por eso le sugerí al director de cultura de ese momento, Larochette, que pusieran nombres de pintores a las calles de este barrio. Promediaba la década del 70. Recuerdo que en ese momento ya estaba la Camerata Bariloche que era un lujo. En Trelew estaban los galeses que tenían un coro hermoso y hacían muchas fiestas. En casi todas las ciudades ya había algo para escuchar, ver y estar ligado a la cultura.

¿Qué satisfacciones y anécdotas le han quedado de haber implementado un tipo diferente de clases en las aulas de la ciudad?

Una de las alegrías fue un contacto que hice con dos muchachos que en ese momento trabajaban en Parques Nacionales. Ellos iban a las escuelas a promocionar los Parques y tenían unas dinámicas muy pedagógicas. Les hacían hacer números de teatro en vivo a los chicos, en donde uno era un maitén, otro un zorro y uno le contaba al otro algo y se enseñaban mutuamente. Eran muy creativos.

Otra de las cosas que me gustaba hacer con los chicos era pasar diapositivas. Me interesaba mostrarles que pasaba con la depredación del ambiente y con la erosión.

Antes la educación era más tradicional: los maestros hablaban y los chicos escuchaban. Ahora los chicos se rebelaron del todo. No participan. O participan a la fuerza. Eso pasa porque la educación no se aggiornó, porque los maestros no hicieron estudios reales y verdaderos. Te cuento un proyecto que hicimos con la regente de la escuela Ángel Gallardo. Con ella armamos un plan de escuela buenísimo. Tenía dirección rotativa, y horas para que los maestros puedan estudiar dentro de la escuela, entre otras cosas. Era bellísimo. Este plan de estudio se implementó y duró dos años y los que lo boicotearon fueron los mismos maestros porque no entendían de qué se trataba. Es que todo en educación es a largo plazo. No se puede cambiar de un día para el otro. Primero habría que haber educado a esos educadores y que realmente sintieran lo que iban a compartir. Porque el asunto es ese: o compartís con los chicos o no das nada.

Rayita usted estuvo en la gestación de la escuela de arte La Llave ¿Qué recuerda de esos momentos?

Esa fue una cosa muy linda. Nosotros tomamos como base una escuela de arte que existe en Avellaneda. Yo iba todos los años a los cursos, charlas y encuentros que ahí se generaban como para estar empapada sobre este tema. Era una maravilla. Acá con varias personas entre las que estaban Ruth Viegener, Lelia Martínez y Lucha Quinteros, nos pusimos a pensar en armar una escuela de arte en Bariloche. Y en ese momento la dirección de cultura, a cargo de Manuel Bendersky, estaba abriendo varias líneas de trabajo. En ese entonces muchos de nosotros dábamos clases de artes visuales en la Biblioteca Sarmiento. Entonces se propuso que los que estábamos dando clase ahí fuéramos a otros lados como la alcaldía y los barrios periféricos. A mí me tocó Puerto Moreno. La cuestión es que nunca pude dar clases allí porque cada vez iba la llave no estaba. O se la habían llevado o se había perdido. No había caso, no se podía dar clases ahí. La realidad es que la gente del lugar se había sentido avasallada, no era que efectivamente se perdía la llave. Finalmente, cuando todo ese grupo se puso a trabajar para abrir la escuela de arte y nos pusimos a pensar posibles nombres una compañera propuso que la escuela se llamara La Llave, esa famosa llave que nunca teníamos. Es un lindo nombre. Es algo que se utiliza para abrir. Si mal no recuerdo fue la Secretaría de Cultura de la Nación la que otorgó el dinero para construir el edificio y armar la escuela, pero en cuanto al proyecto educativo no hicieron nada de la planificación que habíamos programado. Supongo que no lo hicieron por compromisos políticos. Sin embargo, mal o bien ese espacio todavía sigue funcionando.

¿Cree que el arte puede resultar un transformador social?

Puede ser una de las tantas cosas. Pero con eso sólo no alcanza. Hay muchas cosas para hacer. Pero puede transformar porque puede dar ideas, puede cobijar cosas. El arte es lo que está pasando en el momento. El artista hace eso. Mostrarlo. Por eso por ejemplo Picasso hizo cosas rotas, porque la humanidad en su momento se estaba rompiendo. O los impresionistas pintaban de determinada manera porque quizás habían descubierto algo relativo a la luz. Y no era porque ellos estudiaban la sociedad o las ciencias, sino más bien lo que estaba en ese momento en el ambiente. Lo que es, lo que sucede, el arte es eso. Entonces, si es lo que está pasando en el momento puede servir.

¿Hacia dónde habría que direccionar las políticas culturales para que exista un acceso igualitario?

Hay que cambiar el modo de pensar de la gente que piensa que la cultura popular es hacer cualquier cosa. Una maestra me dijo que se acordaba de mí porque yo decía que no usaba los libros de lectura en el colegio porque me daban dolor de estómago. Es que muchas veces con la excusa de que total “es para chicos” hacemos cualquier cosa. Y no es así. O no debería ser así. Lo que hay que hacer es empezar a respetar a los chicos. A dar lo mejor que podemos dar. Eso es lo que tenemos que hacer. Pero lamentablemente no se hace. En general primero se pregunta cuánto se va a ganar. Hay que cambiar mucho la mentalidad y eso no se hace en un día ni sólo en la escuela. Se hace en la casa. Por empezar muchos chicos no comen en su casa. Hay tres generaciones perdidas que no vieron trabajar a su abuelo ni a su papá. ¿Vos creés que con este diagnóstico va a ser fácil cambiar la mentalidad?

¿Cómo se puede ayudar a dar herramientas para que el arte transforme?

Dando oportunidades y no cerrándolas. Por ejemplo, en la ciudad tenemos el S.C.U.M. pero no hay lugares donde se puedan hacer libremente obras de teatro o conciertos. Todo se hace en lugares particulares, en algunos hoteles o negocios privados. El arte se tiene que dar en lugares libres y abiertos donde pueda acceder todo el mundo. Sino no es transformador: es conservador. A los chicos en el secundario los volvía locos con diapositivas, porque en mi opinión aprender es frecuentar el pensamiento, porque si no frecuentás no transforma. Frecuentar es escuchar mucha música, ver mucha pintura, ver mucho teatro. Hay que frecuentar más y dar menos teoría. Esa es una herramienta para que el arte transforme.

 

Las fotos que ilustran El Fogón del Encuentro

son obra y gentileza de Federico Planas