Amigos

Compartimos con ustedes un relato de un decano de las letras rionegrinas, don Elías Chucair, vecino de Ingeniero Jacobacci y autor de una vasta obra donde rescata historias, creencias y personajes de su querida Patagonia.

Desde la muerte de su padre, Modesto Guala se había quedado solo en el rancho, Era hombre de unos treinta años que conocía a la perfección los trabajos del campo; y sólo de vez en cuando, en la época de mayores ocupaciones, tomaba algún peoncito como para que lo sacara de apuros.

Guala era de esos paisanos fuertes, hecho desde chico para todo trabajo, y parecía que lo habían templado los machazos vientos patagónicos. Estaba entregado con un afán irrenunciable al cuidado de sus bienes: una majada de ovejas, algunos yeguarizos y unos cuantos vacunos. Ni por equivocación se arrimaba a los mostradores… Quizás el hecho de haber visto a tantos de su raza fundir lo que tenían por consecuencia de la bebida, le había servido a él para recapacitar muy seriamente sobre ese aspecto y sacar definitivas conclusiones.

En la soledad de sus horas libres se entretenía haciendo sogas, jugando con el Moro -un viejo perro que era de su padre-, tocando la guitarra o simplemente escuchando desde el patio el murmullo del brioso Limay que siempre corría embravecido, especialmente frente a su rancho, donde pasaba encajonado entre altas rocas, las que estrechaban considerablemente su cauce.

En ese hermoso lugar había pasado todos los años de su vida. Rodeado de maitenes siempre verdes y tupidos que servían de reparo a la hacienda y de alimento en los nevadores inviernos, cuando la nieve cubre por mucho tiempo los pastos. No muy lejos se levantaban los picachos desafiantes y de formas caprichosas del Valle Encantado, que junto con los rectos cipreses parecían permanentes vigías de los caminos cordilleranos.

Junto al rancho, en una actitud que parecía proteger a sus viejas paredes, se alzaba un enorme ñire, el que era visitado a diario por los pájaros del lugar que venían a pasar la noche y al día siguiente, desde ese alto mirador, saludaban la salida del sol y despertaban a Guala.

Uno de esos pajaritos del campo, una calandria, se fue familiarizando con el hombre. Quizás porque le encantaba el sonido de la guitarra o porque lo veía tan solitario. Primero comenzó a acercarse hasta el umbral de la puerta, luego se la vio pasar a la cocina y finalmente entregarse mansamente a las caricias de Guala.

El hombre se sentía hasta asombrado de la amistad de la calandria, la que diariamente venía como a saludarlo y a acompañar sus horas; y cuando él tocaba la guitarra ella se quedaba en extraña actitud, como si simplemente lo escuchara en silencio.

Al Moro se lo veía como celoso y resentido, viendo que la calandria se había ganado la amistad y la simpatía de su amigo de jornadas de trabajo y de descanso. Cuando ambos salían a recorrer el campo, la calandria desde el crucero del pozo parecía cuidar todo, alerta y vigilante al extremo.

Un día todo aquello se transformó totalmente y parecía que el rancho y sus inmediaciones se vestían de fiesta. Modesto Guala había traído para compartir sus horas a una linda paisana del lugar… En sus trenzas y en sus ojos parecía que se habían concentrado las noches más oscuras. Se llamaba Rosa y en el pago más de un criollo había perdido el sueño y suspirado por ella.

Ahora en la vida del hombre había más motivos para repartir el tiempo: Rosa, el Moro, la calandria, la hacienda, la guitarra… No obstante ello no dejaba un día en blanco para el Moro y la calandria y sus manos siempre tenían una caricia para el pelo y el plumaje de sus amigos que lo habían acompañado tanto en otras horas. Ahora no era justo olvidarlos…

La calandria continuaba entrando normalmente a la cocina como de costumbre, no le temía a la dueña de casa. Al parecer la había descubierto tan dulce y cariñosa que no le despertaba recelos.
No había transcurrido un año cuando llego un varoncito para completar la alegría y la felicidad del hogar. Era más bonito que la aurora que todas las mañanas pintaba las aguas del impetuoso Limay. Lo llamaron Juan, como para que revivieran en su nombre los dos abuelos que ya no existían.

Mientras tanto, el pájaro amigo cantaba más alegre que nunca su diana mañanera y se había hecho partícipe de la alegría que envolvía al alma de Rosa y Modesto. Juancito desde su cuna gozaba festejando con sonrisas los dulces trinos de la mansa calandria, como si él fuera el destinatario de los mismos.

A medida que pasaba el tiempo, iba creciendo la amistad de Juancito y la calandria. Comenzó a acompañarlo desde que gateaba en el patio intentando aprender los primeros pasos, hasta cuando salía montando el petiso que le regalara el padre al cumplir cinco años.

Cuando el niño salía en su caballito a recorrer las sendas rodeadas de enmarañada vegetación, el ave revoloteando a su alrededor parecía dibujar en el aire halos de protección para su amigo. Todo era felicidad y los días transcurrían sin sombras. Un cielo diáfano, azul y transparente veían los ojos de Rosa y de Modesto.

Pero una noche las horas de alegría se tornaron de inmediato en angustia y desesperación. Una fiebre que quemaba se encendió imprevistamente en las carnes de Juancito y no dio tiempo para llevarlo al pueblo. Todo fue demasiado rápido y la precipitación de los hechos superó todo lo que se podía hacer para evitarlo…

De la noche a la mañana todo cambió de color y el dolor y la angustia pasaron a reemplazar a la alegría y la felicidad que llenaban de luminosidad las horas que vivían… Todo había transcurrido de manera tal que era como increíble ver a la cruel realidad que los rodeaba y menos aún aceptar aquello.

Cuando lo llevaban sin resignación alguna al camposanto, distante una legua de la casa, donde también descansaban los restos de los padres de Modesto, la calandria en silencio, pareciendo entender el drama del momento, revoloteaba sobre el caballo oscuro que llevaba sin vida a su amiguito. Desde entonces, la vida se hizo para Rosa y Modesto una noche sin estrellas. Dejó de sonar la guitarra y la calandria también acongojada se olvidó de su canto…

Para aumentar el frío que invadía todo, el invierno llegó más cruel que nunca. La nieve cubría por semanas los valles cercanos al Limay y se quedó hasta el verano en las crestas más altas de los cerros vecinos.

Todos los domingos Rosa y Modesto, ella en el petiso que era de Juancito y él en el oscuro que lo llevó sin vida, montaban y se iban al camposanto para llevarle flores y con ellos llegaba la calandria. Esto se repetía puntualmente todas las semanas, y de vuelta al rancho con ellos llegaba la calandria, callada y sin trinos. La muerte de su amigo le había silenciado definitivamente su canto.

Una mañana Rosa y Modesto descubrieron sorprendidos la ausencia del pájaro amigo y compañero. No aparecía por ninguna parte. Ni en el refugio que le había preparado Juancito en un hueco del tronco del ñire añoso. Y comenzaron las conjeturas a querer encontrar las explicaciones del caso…

Pensaron que la habría extraviado y muerto el fuerte viento de la noche, que aún continuaba todavía hiriendo las ramas y despeinando las crines del nochero que estaba al reparo de una enramada. Pensaron también preocupados que pudo haberla congelado el intenso frío, que aún mostraba sus rastros en la gruesa escarcha del bebedero de los animales. Todo era posible en esa noche terrible que había quedado atrás, donde el viento y el frío mostraban sus consecuencias.

Cuando llegó el domingo, Rosa y Modesto como de costumbre ya estaban andando el camino conocedor de sus tristezas, pero esta vez sin la calandria. Solamente los acompañaba el Moro que iba ocupado, olfateando todo lo que encontraba a su paso.

Algún ciprés caído y ramas rotas de maitenes hablaban con claridad de la intensidad que había alcanzado el viento que las había azotado. Cuando llegaron al camposanto, encontraron allí, junto a la blanca cruz que señalaba la tumba de Juancito, muerta la calandria. Era un puñado de plumas…

Elías Chucair nació en Ingeniero Jacobacci en 1926, ciudad en la que vivió hasta su fallecimiento en el año 2020. Autodidacta, sobre la base de sus estudios primarios, desarrolló una extensa obra en la que rescata historias y refleja la vida de los pobladores que habitaron y habitan la Región Sur rionegrina y la Patagonia. Don Elías fue también intendente de Jacobacci y legislador provincial y en el año 2018 fue declarado Ciudadano Ilustre de la provincia de Río Negro, en reconocimiento a su trayectoria literaria y su participación política. Entre sus libros publicados se cuentan Bajo Cielo Sur (1969), Sur Adentro (1970), Desde Huillimapú (1974), Con Viento Patagónico (1977), La Inglesa Bandolera y otros relatos (1984), El Maruchito hacedor de milagros (1985), Hombre y Paisaje (1989), Partidas sin Regreso de Árabes en la Patagonia (1991), El Collar del Chenque (1998), Acercando Ayeres (1999), Dejaron Improntas (2001), Rastreando Bandoleros (2003), Breves Historias De Mi Pago (2007), Del Archivo de la Memoria (2013) y Testimonios de Antaño (2014).

Las imágenes que engalanan nuestras Páginas Patagónicas
son obra y gentileza de Mariana Samsa