Andrés Lamuniere, un siglo en primera persona

Este año Andrés Lamuniere soplará 100 velitas. En su charla nos lleva a realizar un periplo histórico lleno de anécdotas y consejos compartidos por un barilochense que es testigo y protagonista de todo un siglo.

¿Cuándo y dónde naciste? ¿De dónde proviene tu familia?

Nací el 14 de diciembre de 1922, en la zona del colegio Don Bosco, cerca de la Península San Pedro, en una chacra de 50 hectáreas que tenían mis padres. Allí crecí, junto con mis hermanos, en una casa en la que se hablaba francés. Fui a la escuela obligatoriamente porque había una ley que así lo establecía, pero tenía 6 años y no sabía nada de castellano. Sin embargo, ya podía sumar y restar, algo que aprendí solo en casa con mis padres, así que esos conocimientos me hicieron entrar en primero superior, como se llamaba en aquella época.

Mi padre, Roberto, nació en la provincia de Santa Fe y era hijo de un matrimonio suizo, mientras que mi madre, Alicia Gingins, nació cerca de Temuco, Chile, también descendiente de suizos.

Una vez que mi padre finalizó la escuela elemental fue a estudiar allí unos años, pero le costó volver porque comenzó la guerra. Logró regresar gracias a la buena voluntad de la embajada argentina en Suiza y a la doble nacionalidad que ya tenía en aquel entonces. Cuando pudo salir de Europa se radicó en Santa Fe, donde el clima le sentaba definitivamente mal. Y cuando terminó su profesorado de pintura y dibujo se enteró que en la Patagonia había una “Suiza Argentina”, entonces se vino para Bariloche –en 1919– y compró este terreno donde vivo actualmente, que tenía construida esta misma casa que tiene más de cien años. En todo este tiempo hemos modificado el interior y los diferentes ambientes –ya que aquí funcionó la pensión Lamuniere– aunque hay estructuras como el techo y el piso que perduran hasta hoy. En ese momento esta propiedad quedaba casi en las afueras del pueblo, aunque hoy este ubicada solo a tres cuadras del actual centro Cívico. Por entonces la ciudad no llegaba a los mil habitantes y recuerdo que nevaba mucho más que ahora.

La familia de mi madre se instaló en el sur de Chile en la zona de Temuco. El país trasandino en esa época convocó a inmigrantes alemanes –y después a suizos– a trabajar esas tierras. Era un momento en que toda Europa estaba en crisis debido a la guerra entre Francia y Alemania: había escases de todo tipo y mucha emigración para estos lados, así que gran parte de mi familia materna aprovechó esa oportunidad para instalarse en la región y cruzaron la cordillera cerca de 1904.

Una vez en nuestro país mi madre se casó –algunos años más tarde y siendo muy joven– con Pedro Sánchez, que vivía en la zona alta de El Foyel y trabajaba con ganado. Pero un día este hombre desapareció y no pudieron dar más con él, hasta que muchos años después tuvieron la certeza que lo habían matado. Recién ahí se pudieron casar mis padres en Bariloche, donde se habían conocido tiempo atrás. Tuvieron 4 hijos: Rene, Carlos, Sergio y yo, además tuvimos dos hermanos del primer matrimonio de mi madre.

¿Cómo era el entorno económico y social de entonces?

En aquel momento había muy pocas casas y nos conocíamos casi todos. Recuerdo a la familia Hernández con quienes entablamos muy buena relación. Su madre era compañera de la mía y con uno de sus hijos, Emilio Hernández, hacíamos excursiones a la montaña. En ese momento Bariloche era un conglomerado de suizos, alemanes, chilenos y algunos otros, como italianos y españoles, pero en menor medida. En 1930 la población era aproximadamente de 1300 habitantes.

En esa época no había grandes conflictos, salvo durante la gran depresión en la década del 30, que hubo serios problemas de abastecimiento y se armaban ollas populares en el predio de la comisaría, donde hoy funciona un banco. Allí se juntaban donaciones de diversos alimentos y de carne de las estancias locales con los que se preparaban tremendos pucheros. Sin embargo, como casi todas las familias vivían en terrenos grandes, tenían sus propias huertas y así se proveían de la alimentación básica. Tal es así que hasta la harina se producía acá, se cultivaba el trigo en la zona de Llao Llao y se molía en el molino de Primo Capraro.

Pero el comercio local de entonces dependía mucho de Chile porque antes de la llegada del ferrocarril no había rutas que nos comuniquen con las grandes ciudades. Por eso el gran avance se dio en el año 1934 cuando llegó el ferrocarril y cambió la vida de la ciudad. Apenas un par de años más tarde Parques Nacionales comenzó con sus enormes y diversas construcciones y fue allí que comenzaron a venir infinidad de europeos a nuestra ciudad, sobre todo muchos daneses, ya que la empresa que hacía esas obras era dinamarquesa.

Otro medio de transporte que ya existía por entonces en Bariloche eran las embarcaciones, que eran armadas por la empresa de Capraro y antes por la Compañía Chile-Argentina, una sociedad que se instaló aquí e intercambiaba mercadería –principalmente ganado– por el paso Samoré. También la familia Roth, que estaba asentada en la zona de Peulla, tenía embarcaciones a ambos lados de la cordillera, lo que facilitaba la circulación.

Respecto a las fiestas populares y festejos sociales recuerdo que había un club suizo integrado por muchas familias, entre ellas los Goye, y sus festejos del 1 de agosto –fecha del aniversario de Suiza– eran muy populares y tradicionales en la ciudad. También a partir del año 1931, cuando se formó el Club Andino, comenzaron los festejos de esta institución que también fueron muy significativos.

¿De qué manera describirías tu primera infancia y tu adolescencia?

En mi infancia, cuando todavía no hablaba prácticamente castellano, recuerdo que había muchos chicos con quienes nos juntábamos a jugar a las bolitas y nos ganaban siempre. También era costumbre a mediados de primavera remontar barriletes y realizar competencias para confeccionar los más lindos. En la escuela N° 16, donde cursé, con el tiempo hice varios grandes amigos que conservé casi toda mi vida.

Años después fui aprendiendo castellano con una señora que era amiga de mi familia y que tuvo la primera librería. Allí nos surtíamos de cuadernos y útiles, también recibían el periódico que venía en carro desde Neuquén y así la gente se mantenía informada. Por ese entonces un viaje a esa ciudad podía demorar 30 días entre ida y vuelta.
De pequeño comenzó también mi relación con la montaña. Mi primera ascensión fue a los 11 años, fui con un doctor que había vivido un tiempo en la pensión que tenía mi familia. Un día me invitó a ir con mis amigos a la cumbre del cerro Ñireco: la impresión que tuve cuando llegué a la cumbre me marcó para toda la vida. También visitábamos seguido el primer refugio del Club Andino que construyó Meiling junto con otro compañero cerca de lo que hoy es Piedras Blancas.
Otro lugar donde salíamos frecuentemente a pasear y juntar frutillas silvestres era el cerro Otto. Yo estaba acostumbrado a andar por la montaña y en esa época ya habíamos intentado aprender un poco de ski: fabricábamos las tablas con las duelas de los barriles de vino de 200 litros y las que venían con una curva las usábamos para deslizarnos en la nieve y divertirnos durante el invierno.
Tiempo después conocí a la que fue mi señora, Ellen Schatz, cuyo apellido significa “tesoro” en alemán.

¿Cuáles fueron tus primeros oficios?

Fui a estudiar a Chile en el año 1938, cuando tenía apenas 15 años. Estudié tres años y no pude seguir más, porque la situación económica con la segunda guerra era bastante complicada y eso disminuyó los ingresos de mis padres que no me pudieron seguir pagando la estadía. Cuando volví al país en 1941, con 18 años cumplidos, comencé a trabajar en Obras Sanitarias de la Nación, empresa que estaba haciendo instalaciones de cloacas en la ciudad y necesitaba personal. El trabajo en esa época era complejo porque era todo a mano, no había máquinas excavadoras, yo me fui a presentar como refuerzo administrativo en sus oficinas donde finalmente tuve mis primeras experiencias en contabilidad.

En el 43, después del levantamiento militar, se habilitó LU8 radio Bariloche. En ese momento escuchábamos sólo algunas emisoras de Buenos Aires a partir del anochecer. La cuestión es que me enteré que estaban buscando locutores así que se me ocurrió ir a hacer una prueba radiofónica: me presenté en la radio, me atendió su director, don Tomás Gonzalo, y me hizo leer un párrafo al aire con la luz roja prendida dentro de la sala de transmisión. Como era muy lector estaba acostumbrado a leer de corrido, así que me contrataron inmediatamente como locutor de esa emisora donde trabajé muchos años. Si bien el sueldo era mínimo se trataba de una labor muy gratificante.

Luego, en el año 46, me ofrecieron trabajar como administrativo y contable en una empresa constructora que también tenía aserraderos, así que por la mañana iba a esa empresa y por la tarde a la radio. Y en 1951, cuando esta empresa separó sus actividades en dos, una parte de esa sociedad me llevó como el responsable contable ya que había aprendido mucho en esos años.

Tiempo después, cerca del año 55, mi padre abrió una florería, ya que tenía cultivos de tulipanes, narcisos, jacintos y flores de todo tipo en un terreno de media hectárea muy cerca de lo que hoy es el centro Cívico. En esa florería, que estaba a mi nombre, trabajé 6 años, pero tanto mi padre como yo no teníamos un espíritu comerciante ni pasta para ese rubro. Por esos años además falleció mi madre, entonces decidimos vender las instalaciones internas del negocio a una mujer que tiempo después puso una casa de moda.

¿Cuáles fueron las primeras travesías y ascensiones que concretaste?

Cuando volví de Chile comencé a ver qué hacían desde el Club Andino y poco a poco me fui incorporando. Recuerdo que se conformó un grupo de jóvenes que salíamos frecuentemente al cerro López, el que nos organizó fue Augusto Vallmitjana, un fotógrafo reconocido que estaba obsesionado con ese cerro donde iba a sacar fotos cada vez que podía.

Una excursión que rememoro siempre la hice en solitario, desde el López a Pampa Linda prácticamente en un día, toda una odisea en aquella época. Y mi primera travesía larga fue desde Catedral a laguna Frías. La crónica de esa travesía está en las memorias del Club Andino, le puse de título “Ocho locos querían caminar… y caminaron.” En ese relato sugerí que en algún momento se construyera un refugio en la laguna Jakob por la ubicación privilegiada y estratégica del lugar. De alguna manera, en cada travesía a la montaña en las que participé, terminé siendo el redactor de esas crónicas que quedaron registradas en los anuarios del Club Andino y hoy están a disposición de quien quiera informarse.

Recuerdo que en esa travesía despotriqué contra la marcación de los kilómetros, ya que nunca en mi vida caminé kilómetros tan largos entre un mojón y otro. ¡Y eso que caminábamos a razón de 1 kilómetro cada 12 minutos! Por suerte al llegar a Frías nos esperaba una familia conocida que nos atendió muy bien y allí esperamos la lancha para emprender el regreso a Bariloche.

Estuviste en la comisión directiva del CAB durante 40 años. ¿Cuáles eran los objetivos y desafíos que tenían?

Me hice socio en el año 1943 y fui pasando por diferentes cargos y comisiones dentro del Club Andino. Pasé de vocal suplente a titular, secretario, prosecretario, y un año fui presidente. Acepté esa presidencia con la condición de que fuera solo un año. Es que en ese momento tenía más de 60 años y dentro de la institución había dos corrientes: yo estaba en la que sostenía que había que darle lugar a la juventud, tenía que haber recambio e incentivar a nuevas personas a participar. Me acuerdo que José “Pepe” Iglesias, que fue miembro de la comisión directiva y siempre estuvo más activo dentro de las actividades de montaña, en su momento me dijo que tal cómo iban las cosas el Club Andino iba camino a convertirse en una empresa de servicios. Y poco a poco fue sucediendo así. No es que esté mal, pero se fueron perdiendo los objetivos originales con los que se fundó el Club Andino: fomentar los deportes de montaña y respetar la naturaleza. Creo que de alguna manera se transformó en negocio porque para poder mantener los valores, ideas y servicios se necesitaba dinero.

Después de tanto tiempo dentro y fuera de la institución hay algunas experiencias que creo oportunas transmitir a las nuevas generaciones. Primero que nada, respetar la naturaleza. Si bien soy ateo creo que tenemos un dios y lo estamos maltratando de la peor forma. Nuestro dios es el suelo que pisamos, la tierra, nuestro planeta. Segundo: a la montaña no hay que tenerle miedo sino respeto. Hay que tener nociones de orientación, yo he visto a lo largo del tiempo personas que no tienen ningún sentido de la ubicación, se pierden en cualquier lado y no prestan atención por donde van caminando. Por último: recomiendo nunca salir solo. Para mí el número mínimo ideal de personas para una excursión son tres, porque en el caso que suceda un accidente uno se queda con el herido y el otro corre a pedir ayuda.

Esos son los consejos fundamentales que puedo transmitir. Luego, cuando se llega a la cumbre, solo queda observar, admirar y disfrutar del panorama, de esas especies de “mapas vivos” que se aprecian desde los diferentes picos. Sin dudas una de las cimas cuya panorámica más me gusto es la del Padre Guillelmo, un cerro que hoy también se lo conoce como Padre Laguna. El dominio que hay sobre los alrededores desde su cumbre lo hace uno de los más interesantes de la región.

Varios guías dicen que les compartiste una técnica para no cansarse en la montaña. ¿En qué consiste?

No es nada especial sino algo proclamado por todos los deportistas: no se puede caminar más ligero que lo que da el cuerpo. Lo fundamental es precalentar previamente antes de ponerse en marcha e intentar rendir el máximo. La técnica de la que hablan nació en el año 1951 cuando llegó Alberto Lysi al Camping Musical, del cual formé parte. Lysi fue el creador de la Camerata Bariloche y editó varios discos de música clásica, pero en ese momento no tenía más de 15 años. Resulta que él quería sumarse a una excursión al cerro López que está prácticamente frente del Camping Musical, entre los dos lagos Morenos, pero el grupo caminaba muy rápido y en su primer intento, por querer seguir el ritmo, antes de llegar a la base ya estaba cansado y tuvo que pegar la vuelta. Así que le propuse salir juntos la próxima vez y lo que hice básicamente fue comenzar la caminata en forma muy lenta –durante unos diez minutos– y después empecé a alargar el paso despacito. Así fuimos subiendo, charlando de una cosa y otra, y cuando se quiso dar cuenta ya divisó el refugio. Eso me lo agradeció toda la vida, incluso en una ocasión trajo a Martha Argerich, una verdadera maestra de pianistas a quien me presentó como “el hombre que le había sacado el complejo de la montaña”.

¿Qué opinás de la falta de acceso a los sitios de escalada y/o a los senderos de montaña?

El auge de la actividad en la montaña comenzó en las décadas del 30 y el 40, pero el boom diría que fue en los años 60, cuando comenzaron a preocuparnos determinadas cuestiones. Desde el Club Andino fomentamos el ir a la montaña con la creación de la escuela juvenil que tenía 3 niveles con diferentes grupos de acuerdo a las edades. Sin embargo, de toda esa gente que pasó por esos espacios, son muy pocos los que siguieron en la montaña. Algunos de ellos fueron los creadores de la AAGM –Asociación Argentina de Guías de Montaña –, espacio que funciona bien y con criterio.
El gran problema es la cantidad e idoneidad de los que caminan. Para mí la montaña muestra las limitaciones y potencialidades de cada uno y si bien estoy en desacuerdo con algunos lineamientos generales de Parques Nacionales sobre el tema, a su vez los entiendo, porque el acceso masivo deteriora el ambiente notoriamente.

Por otro lado, creo que la Patagonia sigue conservando esa magia marcada por la complejidad de su geografía y su clima. Recuerdo que en algún momento pasó por la pensión Lamuniere un francés que decidió hacer un viaje por Latinoamérica y comenzó por el sur, más precisamente por Río Gallegos. Ya le habían advertido de los vientos de la región sin embargo a su regreso me confesó que esos vientos le habían parecido demasiado fuertes y molestos, como nunca había sentido. Y yo le contesté que para mí eran “vivificantes”, algo que estimula la vida. Al final terminó adoptando ese término y dándome la razón. Es por eso que cada vez que llego a una cumbre o filo todavía me emociona la amplitud de la visión y el sentirme tan pequeño allí arriba. Desde ahí realmente vemos la grandeza de nuestro planeta, al que estamos pisoteando y maltratando de la peor manera.