Esperamos que nuestros hijos nos traten con el respeto debido y que sepan respetar a los demás. Pero ¿respetamos nosotros a nuestros hijos en la misma medida?
“Los niños pequeños tienen sentimientos pequeños”. “Los jóvenes de pocos años tienen pocos sentimientos”. Seguramente los sorprenderá leer estas dos premisas. Es muy probable que al leerlas pudiera pensarse que quien lasd afirma no sabe lo que dice. Pero en cambio no es demasiado extraño que actuemos como si fuera cierto que a menor edad correspondieran menos sentimientos y menos dignidad. Y si no, preguntémonos por qué en ocasiones la manera de tratar a nuestro hijo no se corresponde con el respeto que debemos a cualquier persona adulta.
Aunque son pequeños y de corta edad, se sienten despreciados cuando les hablamos con altivez, humillados cuando les avergonzamos (a veces en público), y atropellados cuando les damos órdenes incomprensibles a sus ojos. Actuar así es la mejor manera de empezar a levantar barreras que dificultarán nuestro entendimiento con ellos. En cambio, si les tratamos con el mismo respeto que a cualquier persona, les ayudamos a sentirse tan importantes como los adultos, dignos de la misma consideración y favorecemos una comunicación fluida entre nosotros y ellos. Respetar es tratar a alguien con la debida consideración.
El respeto que les tenemos a los hijos se manifiesta en la calidad del trato que les otorgamos y en la atención que ponemos en tratar de no invadir sin permiso sus espacios de autonomía. No es lo mismo, por ejemplo, decirles “Supongo que esta mañana no pudiste dejar ordenado tu cuarto. Me gustaría que lo hicieras ahora” a decirles “¡Sos un chancho, siempre dejas todo tirado, ordená inmediatamente tu cuarto!”
Las ventajas educativas de tratar a los hijos con el debido respeto son decisivas. Si nuestra relación con ellos no se basa en la consideración, se vuelve imposible llevar a cabo una acción educativa eficaz y la convivencia, a medida que se van haciendo mayores, resultará dificultosa.
Hay muchas razones que justifican la necesidad de otorgar a los hijos un trato basado en el respeto, una de ellas es que los niños y adolescentes tienen sentimientos igual o más intensos que nosotros. A menudo nos olvidamos de esto y pensamos que no tener ni el poder ni la madurez de la edad adulta es sinónimo de no registrar lo que pasa alrededor de uno. Cuando a Pablo, en plena fiesta de cumpleaños de un amigo, su madre empezó a limpiarle los pantalones sacudiéndole con fuerza e increpándole furiosa “¡Qué sucio que sos! !Mirá como te pusiste! Lo puso en evidencia delante de todos y los sentimientos de su hijo fueron de vergüenza y de odio hacia su madre.
Otra razón importante es que está comprobado que cuando las infancias y adolescencia mayoritariamente cuando reciben un trato considerado, reaccionan con actitudes de colaboración. Pronunciar una frase amable para pedirles alguna cosa en vez de una orden autoritaria y cargada de reproches genera en ellos sentimientos de agradecimiento que les animan a identificarse y colaborar con la persona que no manda, sino que pide, recuerda, sugiere. No es magia: al igual que los adultos, los niños responden según los estímulos que reciben, se adaptan al trato recibido.
Cuando reciben un trato desconsiderado o irrespetuoso, acaban por asumir conductas irrespetuosas, negativas e incluso agresivas. Al sentirse maltratado, el niño no puede menos que sentir aversión hacia aquellos que le tratan mal, que no tienen en cuenta su dignidad. Y con esos sentimientos como base de su voluntad, es difícil que tenga ganas de seguir las indicaciones que ha recibido. Al contrario, es probable que por despecho, tenga ganas de desobedecer.
Imaginemos por un momento que en una reunión de amigos, nuestra pareja se mancha la camisa y, en voz alta y con tono de reproche le decimos “sos un auténtico desastre, siempre igual, mira como te pusiste, da vergüenza ir con vos a cualquier lado…” Una situación así sería tan inaudita que al imaginarla nos resulta cuando menos graciosa sino completamentede subicada. En cambio, si la escena se plantea entre padres e hijo, adquiere normalidad, pierde dramatismo. Incluso veríamos con relativa normalidad el pensar en un castigo si el hijo contestara con una impertinencia.
Ahora parémonos a pensar ¿por qué nos parece normal destinarle un trato a nuestro hijo que de ninguna manera destinaríamos a nuestra pareja? ¿No podemos deducir que realmente nos olvidamos de pensar que tiene sentimientos y reacciones que dependen en gran medida de nuestras actitudes hacia él?
Los niños aprenden a relacionarse y a comportarse por imitación y por contagio. Cuando son pequeños aprenden a hablar en el idioma que hablan los padres y, sólo mediante enseñanzas sistemáticas insistentes, consiguen aprender otros idiomas. Aprenden imitando las palabras que oyen. Pero al aprender a hablar no sólo adquieren esta habilidad, sino que adquieren con las palabras unos contenidos, unas actitudes, unas maneras de comunicarse.
Tan importante como las habilidades que adquieren son las ideas, actitudes y sentimientos que les rodean y que también aprenden por imitación y por contagio. Pensemos por un momento en lo que aprenderá un niño cuando reciba de sus padres un trato más delicado, respetuoso y considerado, cuando haya podido imitar a sus padres en su consideración, delicadeza y respeto, y cuando, las palabras que haya escuchado desde pequeño expresen ideas valiosas y sentimientos positivos… Por el contrario, ¿qué forma de relacionarse y que valores tendrá un niño cuyos padres crearon en su casa un ambiente de falta de respeto, de autoritarismo, de desconsideración?
Es posible que, después de lo antes expuesto, quede en mis palabras un eco que no se corresponde con mi intención ni con la realidad de las cosas. Las palabras, con frecuencia son equívocas y nos inducen a errores. Me gustaría puntualizar que cuando hablo de respeto, consideración y delicadeza, no quiero decir que no debamos intervenir en la educación de nuestros hijos, que no debamos contrariarlos o que por el contrario debamos dejarnos avasallar por sus exigencias. Sólo quiero dejar claro que reprender, orientar, informar o exigir no es lo mismo que insultar, avasallar, maltratar o avergonzar.
“¿Araña?” le preguntó un transeúnte a una señora que estaba sentada en un banco de la plaza y acariciaba dulcemente a su gato. “No, es un gato” respondió ella con cara de sorpresa. Ciertamente las palabras engañan, pero son también una preciosa herramienta para transmitirles a nuestros hijos sentimientos de aceptación y de respeto.
Dejar un comentario