Educar sin castigar (segunda parte)

La empatía es el fundamento de las relaciones interpersonales. La escucha consciente, mirar a los ojos, fomentar el diálogo y generar encuentros favorece su imprescindible desarrollo.

Si un niño de 3 años no quiere dormir la siesta en el colegio y por eso molesta a los demás. ¿Qué sugerirían hacer? ¿Castigarlo ejemplarmente como solía hacerse antes? ¿Llevárselo a otra parte como aún se hace? Yo sugeriría en primer término revisar la competencia de un profesional de la educación que castiga a un niño de 3 años, haga lo que haga. Si no encuentra más alternativas que el castigo probablemente no está capacitado para semejante responsabilidad. Sugiero también respetar la decisión del niño y ofrecerle opciones de acuerdo a su edad. Lo que desde luego no es admisible es que el niño se convierta en el chivo expiatorio de la incompetencia de un sistema que premia el comportamiento de la mayoría y castiga a los que no quieren o no pueden engrosar la media estadística. Estamos educando, no adiestrando.

Castigar sirve para deteriorar la relación entre el adulto y el niño, para aprender a someterse a alguien con más poder, para introyectar que el error es malo, para conectarles con el resentimiento, para no gestionar las verdaderas razones por las que se han comportado mal y para empezar a normalizar la violencia y las relaciones de poder como la manera natural de relacionarse. Claro que a este argumento suele oponérsele la idea de que si no hay disciplina estamos convirtiendo a los niños en unos tiranos, desconociendo que precisamente el camino más rápido para convertir a un niño en tirano es sometiéndole y humillándole.

No castigar a un niño no significa no educarlo. Hablamos de educar desde una óptica que respeta su dignidad, pero que pone límites. Si concebimos que disciplina es que un niño obedezca a lo que se le ordena, que haga todo aquello que esperamos de él, que no cometa errores, que nunca se comporte mal, que cumpla en definitiva con las expectativas de los adultos, entonces hablamos de sumisión y de despersonalización, no de educación.

Las infancias son por naturaleza inteligentes y curiosas con una tendencia innata a experimentar y a tratar de comprender lo que les rodea, gracias a eso hemos sobrevivido como especie. Pero lamentablemente en muchas instituciones educativas persiste un paradigma decimonónico escasamente revisado que prioriza el resultado antes que el proceso, que penaliza la creatividad y el error y que no respeta el modo de aprendizaje de cada quien, bajo ese paradigma obsoleto el aprendizaje consiste en una repetición absurda de datos, la mayoría de poca o ninguna utilidad práctica que uniforma a todos los niños, penaliza el error y castra o ignora la creatividad vivenciándola como molesta o excéntrica. Cuando los niños, especialmente los más inteligentes, lo perciben, se desmotivan. Y lo que es peor, pierden el interés por aprender.

La única manera de educar integrando es a través del vínculo, ofreciéndoles formar parte de los acuerdos, dándoles responsabilidades y dejándoles que experimenten las consecuencias de un mal comportamiento, que no es lo mismo que un castigo. Debemos desterrar de la educación la perspectiva conductista que procede del estudio del comportamiento animal y no contempla los elementos cognitivos ni emocionales que nos constituyen como humanos.

En el otro extremo de la práctica educativa imagino un aula vivida por las infancias como un hogar propio en el que cuentan con un adulto de referencia que permite la experimentación y la creatividad sin juicios, con conciencia plena de estar influyendo en la etapa más crítica del desarrollo de un ser humano, un docente que favoreciera la educación emocional y la autoestima en lugar de los contenidos académicos, que utilizara el juego y solo el juego para transmitir el gusto por aprender, que incorporase el error como parte esencial de cualquier aprendizaje, que respetase los ritmos evolutivos de cada quien sin forzar etapas, y desde luego, sin sillas de pensar sino con espacios para la negociación y el acuerdo.

Se trata de querer y de entender la educación cambiando el paradigma hacia otro en el que las infancias sean protagonistas plenas en derechos y respetadas como lo que son, el material humano más delicado y precioso con el que cuenta una sociedad. Cualquier posibilidad de cambio hacia sociedades menos violentas y más empáticas pasan por un cambio en la manera de educar.