El relato que compartimos con ustedes integra El algoritmo del monstruo libro de cuentos de Cristian Nuñez seleccionado en la convocatoria 2018 del F.E.R. –Fondo Editorial Rionegrino– en la categoría Narrativa.
Debo mencionar un hecho fortuito que, bien mirado, puede guardar relación con aquel fatídico jueves: tres días antes –aprovechando los trabajos de mantenimiento en la cúpula de la Facultad– habían desarmado el pararrayos para reacondicionarlo. Debo mencionarlo porque esa tarde ominosa de jueves la tormenta arreciaba desde el mediodía.
Media hora antes de la clase de consulta, el aula seguía desierta. Solo la animaban los relámpagos y algún estruendo. Aproveché: cargué el bolso, la campera, el paraguas y salí al trote, tratando de pasar desapercibido. Llegando al primer piso, me crucé con la jefa de cátedra que justo subía las escaleras. Al verme suspiró –con alivio tal vez– y estiró los brazos:
–¡Por fin te encuentro! ¿Dónde te habías metido? –me dijo. Y siguió hablando, sin esperar respuesta. –Mirá, hoy no me puedo quedar: ahora paso por casa a ver si no nos inundamos; después tengo turno impostergable con el oncólogo y estoy segura de que en cualquier momento cae el pesado ese de… que ya no lo soporto, con sus preguntas y sus locuras. Así que lo atendés vos, que para eso sos ayudante de cátedra.
No me dejó decir nada. Me dio un beso y las gracias. Y sin saberlo me dejó para siempre este lastre, este peso que hasta hoy llevo conmigo.
Faltando cinco minutos para la hora, pensé que, con la tormenta, ya nadie iba a dignarse a venir a la consulta. Salí, despacio esta vez. Llegué entonces a la escalinata principal y me detuve junto al marco del portón: la cortina de agua y el aire frío me cacheteaban con fuerza. Y cuando iba a salir corriendo, apareció ese que ni la jefa ni yo nos queríamos cruzar.
–Ho… hola, profe –tartamudeó, mientras me cortaba el paso.
La lluvia parecía fundirlo, licuarlo ante el portal. La mochila –acaso más pesada por lo húmeda– lo doblaba. Me miraba desde abajo, con los lentes empañados y la cara derretida. “Es un pollito mojado”, pensé.
–Di… disculpe la hora, pero no pude llegar antes. –Después de acomodarse los enormes anteojos, sacó unos papeles de la mochila–. Estuve trabajando en unas ideas y quería que la profesora… o usted, bueno, las revisara.
Temblaba, con un temblor más de nerviosismo que de frío. Me estiró los folios con urgencia.
–Es importante, si usted pudiera hojearlo aunque sea un momento.
–Voy de salida. Y son más de las seis y media.
–Es importante. Por favor –insistió, y con la mano libre se acomodó de nuevo los lentes–. Aunque sea aquí mismo. Si no es mucha molestia.
Estaba más finito que de costumbre, más doblado que de costumbre, más ojeroso que de costumbre. Recordé que a veces la tenacidad en los tímidos es más fuerte que la pasión en los intrépidos.
–A ver –dije. Y, sin disimular mi frustración, le manoteé las hojas. Lo vi sonreír y acomodarse por enésima vez los anteojos. Parado en el primer peldaño, se debatía por quedarse ahí mojándose, o por entrar y arrastrarme hasta el aula o la biblioteca.
Por mi parte, no tenía intención de volver a entrar o dejar el hall. Repasé las hojas con una rudeza impropia, y lo miré de reojo: creo que él estaba por decirme algo, pero yo puse cara de concentración y volví a la lectura.
Serían diez o doce carillas manuscritas. Las pasé atropelladamente. El trabajo no tenía título, ni abstract, aunque sí la firma al final. Me detuve al azar en alguna página: una prolija y escandalosa sucesión de ecuaciones. La mayoría de los símbolos eran familiares. Pero la formulación, las premisas, los postulados resultaban –no encuentro palabras mejores– de una impenetrable elegancia.
–¿Qué es esto? –le solté, mientras sacudía los papeles e intentaba un gesto amenazante que ocultara mi ineptitud.
Se quedó mirándome. Me estudiaba con esa cara de nerd, con esa mirada de ratón de biblioteca. Quizás esperaba que yo ampliase la pregunta, que sea más específico. No podía ser más específico.
Al final, respondió:
–Es el algoritmo del monstruo –dijo, mientras se acomodaba los lentes una vez más.
–¿El qué?
–El algoritmo del… usted se acuerda. ¿Verdad que se acuerda? –repitió, sopesando la inmensa mochila.
Y debo de haberle mostrado tal cara de zonzo que se puso entre nervioso y alegre. Pero esta vez no sonrió.
–Usted se acuerda –insistió–, de aquella vez con la profesora Shatsner, en una de las primeras clases. Ella dijo:
“No crean que porque aprendieron algunas formulitas, van a descubrir el secreto del cosmos, o el algoritmo de ese monstruo que llaman Dios. ¡No! No es que sepamos tanto del mundo que nos damos el lujo de explicarlo con ecuaciones. ¡Al contrario! Lo que creemos saber es tan pobre, tan limitado, que debemos recurrir a la matemática para expresar esas ideas que de otro modo no seríamos capaces. Pero son solo eso: ideas; y el mapa nunca es el territorio. La matemática difícilmente es el lenguaje universal o el compendio del conocimiento humano. Es más bien una suma de símbolos que intentan expresar lo poco que sabemos. Así que rebajamos el concepto de dios a cifras y fórmulas. Y aquí estamos: pretendiendo que algunos de ustedes –mentes ávidas de conocimiento– las entiendan”.
Hizo una pausa dramática. Y pensé: “este pollito mojado está repitiendo cada palabra de la Dra. Shatsner”. Claro que no me sorprendía del todo: yo también, a fuerza de escucharlas cada inicio de año lectivo, las tenía presentes. Aquello me conmovió, pero también me disparó cierta inquietud. Él levantó la vista –como si intentara recordar– y continuó:
“La Física, la Química, las finanzas, la medicina, todas las otras disciplinas usan las matemáticas como herramienta: una lima para darle forma a la llave de los misterios. Tenemos la lima, pero aún no hemos siquiera forjado la llave”.
Sonrió y se quedó expectante. Tal vez esperaba mi comentario de asombro ante su tenaz memoria, o que yo encontrase la afortunada conexión entre su discurso y esas hojas que ahora arrugaba con mis manos nerviosas.
–Quizás le ponga esa frase por título –dijo, por fin–: El algoritmo del monstruo. ¿Qué le parece?
Tosió y se acomodó los lentes. Con vergüenza, con insolencia, le repetí:
–No entiendo. Por favor, me explica qué es esto –lo apuré, mientras sacudía los folios–, y me aclara por qué remedaba a la Dra. Shatsner ¿Qué tiene que ver su perorata con esto? –dije, mordiendo las palabras.
Había modestia en su mirada, había compasión. Yo pensé “este es un genio o un chiflado”. Un chiflado que desvariaba con atractores y sistemas iterativos. Y al notar de nuevo mi cara de incompetente, suspiró con pesadumbre. Estiró la mano para tomar los papeles y con una voz confidencial, de intriga, me dijo:
–Es… es una aproximación a la Teoría del Todo. Llegué a la conclusión de que las leyes naturales no se rigen por algoritmos deterministas ni por correlación estocástica. Las cosas oscilan entre esos absolutos sin llegar nunca a tocarlos. Pero tienen un mecanismo.
Ya definitivamente incómodo, quise interrumpirlo. Pero él siguió:
–Cada estado del universo es manifestación de un estado general continuo y eterno. –Se acomodó la mochila, y un trueno siguió a un relámpago remoto–. Con la suficiente cantidad de datos, se puede conocer el estado del mundo en un instante. Mediante las ecuaciones pertinentes, se puede –hizo una pausa teatral– conocer la historia y el futuro de las cosas.
Estuve a punto de decir algo: de preguntar, de interrumpir. Pero no dije nada.
–No importa –concluyó él, como si adivinara mis pensamientos. Y me arrancó las hojas magulladas.
Ya se alejaba de mí, chapoteando en la vereda, volviendo por donde había venido:
–Creo que encontré a Dios –me decía mientras caminaba de espaldas–. Creo que hallé el secreto del monstruo.
Luego giró en redondo y apuró el paso. Lo vi dirigirse hacia la calle al tiempo que intentaba acomodar los papeles en la mochila. Llegando al cordón, se dio vuelta para mirarme por última vez. Desde la escalinata levanté la mano en ademán de detenerlo. Pero habrá confundido mi gesto por un saludo, porque sonrió y asintió con la cabeza. Quise llamarlo pero un resplandor súbito y brutal pausó el tiempo tiñendo todo de blanco. Y pude oír el estruendo del rayo cegador que lo envolvió todo. Y luego un golpe, y después la nada.
Desperté en una clínica, varias horas después. Me informaron que el cuerpo del muchacho –o lo que quedaba de él– había sido trasladado a la morgue. Sus pertenencias se habían quemado. Algunos árboles también sufrieron la descarga. Yo me salvé de milagro ¿milagro?–. Unos metros más cerca, unos escalones más abajo, un momento más de charla, y mi destino hubiera sido otro.
Hoy, mucho tiempo después, no sé en qué creo: si en coincidencias o en fatalidades. Solemos ponerle varios nombres a los misterios que nos rodean, a ver si alguno encaja y nos libera del mito o de la fe. Mientras, me obligo a no recordar, a no rememorar ni uno de los blasfemos símbolos que leí esa extraña tarde.
Y, sin embargo, tengo miedo.
Cristián Nuñez nació en Santa Fe en 1973. Es Licenciado en Química e Ingeniero Especialista en Calidad. En 2012 se radicó en Río Negro. Fue integrante del Centro de Escritores César Cipolletti y es miembro del Taller de Corte y Corrección coordinado por Marcelo Di Marco. Algunos de sus cuentos y poemas participaron de diversas antologías y fueron publicados en revistas digitales.
Las imágenes que engalanan nuestras Páginas Patagónicas son obra y gentileza de Irena Zuzek
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