Hablar con nuestras infancias

La muerte provoca en las infancias preguntas muy curiosas. ¿Tendrá frío? ¿Puede comer? ¿Sufre? Y otras más profundas. Es importante tener presente que no hay respuestas universales.

La muerte provoca en las infancias preguntas curiosas. ¿Tendrá frío? ¿Puede comer? ¿Sufre? y otras más profundas, como la de Marcos que le luego de la muerte de su abuela le dijo a su mamá “Cuando nosotros no existíamos ¿existían los que ahora no existen? Y luego de charlar un rato concluyó “¡Ah! Todos se mueren… Entonces también nos moriremos nosotros.”

A los padres nos desconciertan las preguntas que las chicas y los chicos hacen sobre la muerte porque nuestras propias ideas y vivencias sobre ella son habitualmente confusas. Es importante tener presente que no hay respuestas universales a estas preguntas. La muerte es un misterio para todos y es bueno que nuestras infancias sepan que tampoco los padres tenemos respuestas definitivas en este tema, e incluso que no tenemos respuesta alguna.

En el ámbito de la familia actual la muerte parece no tener lugar, ni siquiera para hablar de ella. Es demasiado fuerte, demasiado duro. Quizás sea porque las madres y los padres tenemos miedo de generar frustraciones innecesarias. Además ¿quién nos ha formado en este tema a nosotros? Lo que resulta evidente es la enorme distancia que existe entre la importancia que tiene la muerte para el niño y la dedicación y atención que se le otorga en el ámbito familiar y escolar. Nuestros hijos hablan de pérdidas y de muertes, matan de vez en cuando a sus juguetes y juegan a morirse para resucitar con oportuna diligencia.

Desde la perspectiva de la psicología evolutiva en relación a la idea de la muerte en los niños, muchos investigadores han observado que las infancias captan lo esencial de la muerte, pasando por una secuencia, según este abordaje en particular, que consta de tres etapas y sintetizan las experiencias estudiadas. La primera es la del desconocimiento absoluto de la muerte, la segunda la del descubrimiento real de la muerte de otre y la tercera el descubrimiento de la propia muerte. En  lo que a las edades se refiere, según el enfoque psico-evolutivo, antes de los 3 años no hay ninguna idea sobre la muerte y aún a los 4 años el concepto es bastante limitado. Desde los 5 hasta los 9 años los niños captarían la muerte como un acontecimiento definitivo que les sucede a los demás, pero no a ellos y recién a partir de los 10 años en adelante la muerte ya se vería como un acontecimiento inevitable para todo el mundo y se asociaría al cese de las actividades físicas.

En las infancias las reacciones ante la muerte de una persona amada son similares a las de los adultos aunque se expresan de otra manera. Particularmente en el caso de la muerte del papá o la mamá las emociones más habituales son tristeza por lo que ha pasado, rabia por haber sido abandonado, miedo a que le dejen solo, temor a que también pueda morir el papá o la mamá sobreviviente y muchas veces sentimiento de culpa por creerse provocador de esa muerte. Hay generalmente tres preguntas que, verbalizadas o no, las infancias se hacen en estas situaciones en particular: ¿Yo provoqué la muerte? ¿Me pasará también a mí? ¿Quién cuidará de mí ahora?

Una pregunta sumamente habitual en las infancias es ¿Dónde va una persona cuando muere? La mayoría de las y los menores de 10 u 11 años responden internamente este interrogante reproduciendo aquello que ven, sienten y les dicen: que a quienes mueren los entierran o incineran, que los seres que lo rodean están tristes, que quien murió se fue al cielo. De ahí que algunas y algunos de ellos inventen nuevos lugares donde ir cuando morimos, habitualmente alguna estrella o planeta en particular. Otras y otros expresan sus vivencias personales comunicando verbalmente que están tristes por la muerte del abuelo, de su perro o de algún amigo. En cualquier caso la respuesta del cielo resulta buena referencia tanto desde el punto de vista cultural como trascendente, ya que permite que las infancias queden con la idea de que la persona querida se encuentra en un lugar tranquilo o bien en un estado –depende de la edad del niño– de bienestar sin padecimiento y continúa queriéndonos y protegiéndonos.

En cambio es importante evitar la referencia al viaje cuando hablamos de la muerte. La persona que va de viaje acostumbra a volver, aunque sea luego de muchísimo tiempo, mientras que la persona que ha muerto no volverá, al menos con idéntica apariencia, según las diversas perspectivas cosmogónicas. Esto es muy importante porque las dos informaciones decisivas que –más tarde o más temprano– necesitan saber son que la persona amada no volverá y que su cuerpo está ubicado en un lugar concreto o bien reducido a cenizas si ha sido incinerado.

Cuando las infancias se enfrentan a la vivencia de la muerte el equilibrio entre las emociones, la reflexión y la acción deviene sumamente vulnerable, de modo que si se ha hecho un trabajo previo de prevención dialogando y naturalizando esta experiencia nuestras niñas y niños tendrán más recursos para asumir y superar la ausencia de su seres queridos.

Finalmente y como siempre les recuerdo que es necesario tener en cuenta que las chicas y los chicos observan y captan nuestras actitudes, nuestra angustia, nuestra serenidad, nuestra tristeza, nuestra paciencia, en definitiva nuestras emociones, actitudes y palabras, por lo que resulta necesario poder hablar sobre la muerte en el ámbito de la familia de manera transparente y abierta, sin tabúes ni miedos.