Compartimos con ustedes fragmentos de la novela Hijo del instante escrita en forma conjunta por Cecilia Fresco y Diego Rodríguez Reis y publicada por Ediciones de La Grieta y Vela al Viento Ediciones.
El orden del discurso
Dicen que una mujer no es capaz de contar la muerte, que nunca podrá hacerlo como un hombre porque tiene otro tipo de conexión con la vida. ¿Cómo saberlo? Sólo me conozco a mí, no puedo hablar por las otras mujeres.
Cuando lo vi caminaba por la plaza, iba tambaleándose y aún así parecía muy digno, supongo que por el modo de llevar la cabeza erguida, en contraste con la debilidad de las piernas. Apoyó la espalda en un eucalipto enorme y se fue sentando muy despacio. Yo estaba leyendo pero me impresionó tanto que me quedé mirándolo, sin saber que se estaba muriendo. Me parecía algo raro y triste ver a un hombre tan pulcro y tan mayor yendo a dormir su borrachera a la plaza. En ese momento hubiera querido dibujarlo, guardar la escena de algún modo. El árbol en el que se apoyaba era ancho y gigantesco. Frondoso. Una especie de paradigma de árbol que lo protegía entre las raíces y el tronco.
Mucho tiempo después me di cuenta de que no estaba dormido, cuando el cariño de un perro lo tiró al piso y se quedó de costado en la misma posición: con las piernas así, casi a noventa grados. Dos chicos que habían estado molestando alrededor del hombre se acercaron asustados, lo tocaron y salieron corriendo.
¿Cuánto tiempo habrá estado muerto bajo el árbol?
Un saco vacío
Un hecho es un saco vacío. No sé dónde leí eso. Pienso en eso ahora. Es claro que el término saco está utilizado en el sentido de bolsa, como quien dice un saco de papas o un saco de huesos. En una novela lo leí, recuerdo eso, algo europeo. Un hecho es un saco vacío en el sentido de que está vacío de significado.
Pienso en policiales. Miro el diario de hoy. De las cuatro notas que tengo a la vista (yo mismo las redacté) todas son sacos. Pero tres son sacos llenos, ya venían así. Dos adolescentes fueron detenidos en la puerta del cementerio cargados con mochilas en las cuales se encontraron placas, crucifijos y ornamentos varios. Traducción: Pibes que roban bronce para venderlo. Un joven murió apuñalado en la zona industrial. Testigos afirman que intentó llegar al destacamento policial pero se desplomó a pocos metros de la puerta de ingreso. Traducción: Un claro ajuste de cuentas. La tercera dice: Conmoción por brutal asesinato: un hombre de unos treinta y dos años mató de un disparo a su esposa y luego intentó suicidarse. Traducción: Otro terrible femicidio.
Pero la cuarta es, a todas luces lo que con toda justicia podría llamarse un saco vacío: Unos pibes encuentran a un viejo muerto en una plaza. El viejo, según parece, estaba recostado contra un árbol. Los pibes primero pensaron que estaba dormido, borracho tal vez. Empezaron tirándole palitos y hojas, dicen ellos. Después, fueron más lejos. Le arrojaron basura. Hasta que vino un perro y de un empujón lo tiró de costado y entonces supieron que estaba muerto. Hasta ahí, entonces, una noticia cualquiera.
Eso no es noticia, dice el Bizco. Hay una historia ahí, le digo yo. Y el Bizco tuerce la cabeza hacia un costado y los ojos se le juntan más que de costumbre porque los dos sabemos que esa excusa no vale, no sirve. Porque ya no hay historias. A nadie le interesan las historias. Todo es noticia. Y la noticia de hoy del perro que se comió un proyecto de ordenanza es más importante (más actual) que la noticia de ayer de la expulsión de los cartoneros de la plaza que ocupaban desde hacía diez años. El espacio público es innegociable, dice el jefe de gobierno como quien dice El quince por ciento de cien es quince o A estas plantas les falta agua. Y mañana a la noticia del perro se la comerá otra noticia, y a esa otra, y así todos los días. Alimentar al pueblo con cosas que hayan pasado recién, ya mismo, que estén pasando ahora, no importa qué. Pan y circo. Pan para hoy y hambre para mañana.
Y al lado de todo eso, el viejo muerto, borracho o no, tirado contra un árbol en una plaza, puede parecer ínfimo, gracioso casi. Pero yo sé que hay una historia ahí. Primero: nadie conocía al viejo. No era del barrio, según parece. Nadie reclamó el cadáver, nadie se presentó a reconocer el cuerpo. Pero está mal, eso es lo raro. Porque nadie es nadie. Porque toda persona, hasta el ser más secreto, hasta el más insignificante, es alguien al fin y al cabo. Alguien debió conocerlo. Nadie sale de la nada, de ningún lugar, para ir a morirse a una plaza. Segundo: el hombre tenía marcas de agujas, pinchazos. Pero ningún hospital, ninguna clínica se hace cargo de haberlo contado entre sus pacientes. Y ahí está el saco vacío. El viejo, salido de la nada, para morirse en una plaza cualquiera, es un saco vacío.
El contexto, de Sciascia, claro: ahí lo leí. Un hecho es un saco vacío, dice él. Y ahora pienso que también puede leerse esa frase tomando la palabra saco en su otra acepción, la de prenda de vestir. Un hecho es un saco vacío. Pero ahora el saco está vacío en otro sentido.
Ahora el saco está vacío en el sentido de que falta un hombre que decida ponérselo.
Líneas imprecisas
Dos días después seguía pensando en eso, el diario había publicado un recuadrito que apenas decía: “Hallazgo del cuerpo sin vida de un hombre mayor, de identidad desconocida, por parte de unos niños, en una plaza de las afueras de la ciudad en la tarde de ayer”. Cuatro líneas imprecisas e insensibles eran todo.
Si el diario fuera más exacto diría que el hallazgo fue del perro, los chicos lo vieron después, lo vieron, como yo, caer empujado por la fuerza mínima de la lengua del perro que lamía su mejilla. Ellos se acercaron, ellos avisaron a un agente de tránsito que dirigía en la esquina. Después no sé más, cuando me di cuenta de que estaba muerto salí de ahí como si yo tuviera la culpa, no sé bien qué sentí. No la culpa de que hubiera muerto sino la de no haberme dado cuenta antes que el perro, antes que los chicos. De no haber hecho nada en ese momento.
Esa sensación de estar en falta me seguía persiguiendo dos días después. Decidí que tenía que investigar, saber algo más. Lo primero que se me ocurrió fue ir a la morgue, si había caído en una plaza y lo retiró de ahí la policía, era muy probable que el cuerpo estuviera en la morgue. No sé, mi idea era ir a dejarle una flor a su tumba. Algo así, simbólico. Algo que me sacara de encima esa muerte casual que me tocó presenciar.
Para que me dejaran entrar a verlo dije que un tío mío había desaparecido hacía diez años y que tenía motivos para creer que era él, el hombre encontrado en la plaza. No había ningún dato, ninguna documentación, sólo el cuerpo. Pedí identificarlo.
Durante estos últimos años pasé mucho tiempo en los laboratorios de la facultad pero nunca había estado en una morgue. Ni se me cruzó por la cabeza que pudiera ser tan impresionante. El olor era terrible: olor a muerte cortada con alcoholes y cámara de frío. Me descompuse y la empleada que me atendió me hizo sentar y quiso que tomara un poco de café o jugo. Yo no podía tomar nada en ese lugar, no sé cómo hacía la gente que trabajaba ahí: tenían una mesita con el termo, un paquete de galletitas de salvado, un pote de queso blanco abierto y un cuchillo para untar encima. Alguien hacía dieta en ese lugar donde el resto de los ocupantes ya no comía nada.
Salí rápido, le dije que no era mi tío pero ella, como si tuviese la esperanza de que alguien se llevara al pobre viejo, insistió en que me fijara en sus pertenencias. Las revisé con asco. No había más que ropa y un pequeño papel doblado que había aparecido en su zapato, seguramente la hoja arrancada de un cuaderno porque tenía renglones, estaba borroneado, casi ilegible, escrito con birome azul y apretando mucho el papel.
Decía algo así como: RUTA 22, KM 751, LA NADIA.
Nada más y todo eso tenía del hombre que vi morir: mi nombre en su zapato.
Cecilia Fresco publicó la novela Las Huellas (2010); los libros de cuentos Invierno (2017), Circulares (2019) –en conjunto con Mónica de Torres Curth – y los de poesía Realidad vs Representación (2014), La Vida en el suelo (2019) –junto a Natalia Belenguer– y Súper 8 (2020). Diego Rodríguez Reis es autor de la novela Ruido Blanco (2019) en coautoría con Facundo Bocanegra; los volúmenes de cuentos El Charco Eterno (2009) y Correspondencias Secretas (2015) y los libros de poesía Lo Levemente Ajeno (2013) y La Anchura y la Llanura (2018). Fresco y Rodríguez Reis residen en Villa La Angostura donde integran el grupo literario ¡ALAMBERSE! La novela Hijo del instante –publicada este año por Ediciones De La Grieta de San Martín de los Andes y Vela Al Viento Ediciones de Comodoro Rivadavia– es su primera obra literaria en conjunto. Contacto con los autores: lazonacriticayficcion@gmail.com
Las imágenes que engalanan nuestras Páginas Patagónicas son obra y gentileza de Brian Fusswinkel
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