Las memorias de doña Coti Carmoney son insuperables, la forma como narra su vida y la precisión de sus vivencias nos permiten obtener un registro impecable de un sinfín de acontecimientos históricos.
María Clotilde Carmoney “Coti” nació un 19 de mayo de 1922 en Selvana –camino al puerto de Villa La Angostura– y falleció en su ciudad natal en el invierno del 2014 a los 96 años de edad. Sus memorias son insuperables, la forma como narra su vida y la precisión de sus vivencias nos permiten obtener un registro impecable de un sinfín de acontecimientos históricos. Por eso fue el primer libro editado por Archivos del Sur allá por el año 2005.
Hoy queremos compartir sus vivencias de alumna en la primera escuela que funcionó en el paraje Correntoso, antes de que existiera Villa La Angostura. Doña Coti fue testigo clave de esas primeras generaciones de alumnos –la mayoría de origen mapuche o chilenos– que recibieron educación pública en la frontera norte del Nahuel Huapi.
La primera escuela de Villa La Angostura se creó el 6 de julio de 1928 y se inauguró el 2 de mayo de 1932 –con una inscripción de 58 alumnos– en el paraje conocido hasta entonces como Correntoso. Allí asistían pobladores de zonas distantes como el Chucao, Machete, Rincón, Macal, Última Esperanza, Cumelén, Puerto Manzano y el Colorado, para educarse bajo la tutela del señor Rodolfo Henry, su primer director. El 18 de septiembre de 1933 se incorpora también el maestro Julio Suarez, pero a mediados de julio de 1934 ambos son trasladados y el 27 de agosto de ese año se hace cargo de la escuela el maestro Sergio Pérez.
Estaba ubicada frente a la Isla Menéndez, en el medio del monte, en donde hoy está la Universidad de Cuyo. Al estar a orillas del Nahuel Huapi el frio noroeste era demoledor. Era una casita con piso de tierra, un lugar humilde con bancos y un pizarrón. Después de la instalación del primer Puesto Policial a orillas del río Correntoso la escuela N° 104 fue la primera presencia real y continua en el tiempo del estado argentino en la frontera con Chile.
La infancia, la escuela
“La primera alegría que tuvimos grande fue cuando empezamos la escuela, cuando cantamos el himno nacional; y la tristeza grande fue cuando murió mi padre, que fue en 1935 el 12 de diciembre. (El papá de Coti falleció haciendo el camino de los Siete Lagos en cercanías de Ruca Malen)
Cuando cantamos el himno nacional, nosotros decíamos “Las liebres del mundo responden” ¿Vio? (Risas) Llegamos a la casa y el papá dijo “A ver que les enseñó el maestro” “¡Ay papá que lindo lo que cantamos!” “¿Qué cantaron?” “Un canto que dice Las liebres del mundo responden al gran pueblo argentino salud ¡Qué lindo!” “Bueno –dijo entonces papá– mañana me traen esa palabra bien clarita ¡eh! Van a la escuela, pongan cuidado en lo que les enseña el maestro, ¿las liebres? ¡Cómo se les ocurre que las liebres del mundo van a responder! ¡Oyeron! Eso tiene que tener otro significado, mañana sin falta lo quiero saber.”
Nosotros cantábamos “las liebres del mundo responden” jugando ¿vio? porque nos había gustado tanto. Entonces fuimos a la escuela, cantamos el himno nacional y cuando nos veníamos le dije a mi hermano David “yo voy a volver” “¿A qué?” me respondió. “¿Viste que decía las liebres del mundo Papá nos va hacer algo” “Bueno, volvé, pero el maestro te va a retar” “¿Qué? ¿Me va a retar por preguntarle?” Fui corriendo y me dijo el maestro “¿Qué te pasó diablo que venís corriendo?” y yo le dije “No señor discúlpeme ¿sabe qué? ¿Qué es eso que cantamos que dice las liebres del mundo responden?” “¿Cómo es eso? –me respondió el maestro –. ¿Qué les enseñé yo? ¿Qué es lo que cantaron? ¿Eso? ¡No! Yo no les enseñé que digan eso”. “Disculpe señor, porque no entendimos y mi papá quiere que llevemos bien claritas esas cosas”. “¡Ah! Eso es un padre. Vení para acá, parate ahí, el himno nacional de nuestra patria dice: los libres del mundo responden al gran pueblo argentino salud. ¡Repetilo! Es el Himno Nacional de nuestra patria ¡eh! Lo va a repetir 10 veces y ¡cuidado con que tenga que venir su pobre padre acá por ustedes! Porque yo estoy para eso, para enseñarles. Los libres del mundo responden al gran pueblo argentino salud, eso dice el himno nacional argentino, respetuosamente las cosas de nuestra patria ¿oíste?”. “Sí señor”.
Bueno me jui y David me preguntó “¿conseguiste algo?” y le respondí “los libres del mundo responden, no son las liebres” (Risas) Llegamos a la casa y papá nos dijo “¿Y? ¿Cómo era?”. “Si papá, estábamos equivocados, son los libres del mundo y es el himno nacional argentino ¡qué bonito es papá!” “¿Vieron? Así se educan los chicos, ahora me pongo contento”. Y nosotros contentos también.
La escuela estaba frente a la Isla Menéndez, de este lado. No era una casita como esta, esto es un chalet al lado de la escuela, tenía piso de tierra, era así nomás, muy humilde, unos banquitos bien pobrecitos, un pizarrón y el patio era todo, porque era todo monte, no había nada, así que esa era la escuela, pero el maestro era tan bueno, era padre, era compañero, era amigo. Claro que nos pegaba en ese tiempo ¡sí! Nos ponía las manos así, pero para nosotros eso no era nada, porque él era algo hermoso. ¡Un solo maestro! ¿Sabe lo que es? Yo siempre pienso que dejó todo, pobrecito, porque era del Chaco.
Mi padre cuando nos llevó a la escuela le dijo “Señor maestro estos son mis hijos, cualquier cosa que hagan mal, mándeme una nota”. Y a nosotros nos dijo “Es un maestro, este hombre dejó todo en su pueblo para venir a este lugar a sufrir como nosotros, con el barro, con las heladas, con la nieve, con las grandes lluvias, con el frío grande, sin tener una casa (porque tenía un rancho nomás el maestro, donde su señora cocinaba para ellos y cuatro chicos), dejó todo por una educación para ustedes, así que lo van a respetar más que a mí ¡oyeron!” Y dijo el maestro “Sé que voy a sufrir, pero estoy para esto y con el apoyo suyo Carmoney y el del resto de los padres vamos a salir adelante, vamos a combatir el frío y todas las cosas malas”.
Y así jue y cuando nosotros nos portábamos mal, el maestro nos decía “Chicos vayan a la costa, busquen piedritas, medias cantudas”. Nosotros sabíamos que eran para la penitencia, íbamos corriendo y traíamos las chatitas. “Señor, acá trajimos las piedras”. “Pónganlas allá y ahora se hincan ahí ¡una hora! Bueno, nos hincábamos, pero no nos hacía nada porque eran chatitas las piedras. Ahí estábamos, con la manito atrás y ninguno se movía ¡eh! Nosotros le teníamos un respeto enorme al maestro. Para nosotros el maestro era lo más sagrado que podía haber.
Se llamaba Sergio Alberto Pérez, la señora no me acuerdo, era tan buena la pobrecita. Ella daba también clases de costura. Y el maestro nos enseñaba todo de la patria. Nosotros sabemos todo por el maestro, todo, todo. Ninguna cosa extranjera de nada, nunca, siempre fue la patria y la primera poesía que nos enseñó era linda, yo la aprendí enseguida, era cortita, decía El 25 de mayo / el patio de mi escuelita / se vistió todo de fiesta / sol en todos los rincones / y flores en las macetas / a cada boca, una estrofa / sabor a patria nueva / en cada pecho argentino / prendida una escarapela.
A nosotros nos ponía en fila el maestro, siempre saludando a la bandera y nosotros decíamos así: La bandera blanca y celeste / Dios se la ha dado / no ha sido jamás atada / al carro triunfal / de ningún vencedor de la tierra / que flamee por siempre / como símbolo de libertad / objeto y fin de nuestra vida / que el honor sea su aliento / la gloria su aureola / y la justicia su imperio. Después decíamos “Buen día señor” y entrábamos a la escuela.
El maestro decía que el que miraba para abajo no era un argentino limpio, así, bien alto se pone el libro para leer, así se mira la bandera. Era una persona cariñosa que cuando tenía que ser duro era duro, lo que enseñaba era todo cierto, solito se las arreglaba con todos los grados.
Pero el maestro Pérez no fue el único que vino para acá. Los primeros maestros que hubo fueron Henri y Suárez. Eran mágicos, eso también nos gustaba, nos enseñaban a hacer magia y nosotros estábamos chochos. “Vengan acá niños ¿ven esto? Miren ahora, yo me lo como y vos prendés un fósforo” le decía al otro que prendía fuego y entonces le salían llamas por todos lados “¿Les gustó?” “¡Sí señor!” “Bueno, ahora toquen este huevo para asegurarse que es un huevo”. Entonces todos los chicos tocábamos el huevito y después él se paraba al medio y decía “Bueno, ahora este huevito me lo como yo”. Se lo tragaba y nosotros nos lo creíamos, después decía “A ver, a ver, el huevito que yo me comí ¡lo tenés vos!” “No señor…” “A ver…” ¡Y lo tenía el chico! Eso para nosotros era hermoso, hubiéramos sido mágicos si ese maestro se quedaba. (Risas)
Después nos hacía ir a un árbol grande (a veces quiero ir a ver si está ese árbol todavía) y decía “Bueno, pónganse todos alrededor, uno va a mugir como vaca, otro va a relinchar como caballo, otro maullar como gato, otro ladrar como perro, otro cacarear como gallina y así.
Y bueno, un día mi papá nos llamó “Vengan acá. ¿Qué es lo que hacen ustedes en la escuela?” “Nada papá” “¿Cómo nada?” Y todos los padres empezaron a apretar a los chicos y tuvimos que decir que los maestros hacían magia y que estábamos aprendiendo. Yo no sé si fueron los Meier, si los Meier me parece, que estaban ya viejitos, ellos le hicieron hacer una nota a un guardabosque que es muerto también, Andrés Beros, que es el padre de Dorita Barbagelata. Si, hicieron esa nota donde decía que enseñaban magia y los echaron a los dos maestros. Ahí vino el maestro Pérez, sino hubiéramos sido todos mágicos. (Risas) Pero era lindo para nosotros ¿vio?
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