Lo irreparable

Compartimos con ustedes otro extraordinario relato de La Tierra Maldita libro publicado por Liborio Justo en 1932 en el que refiere sus extraordinarias experiencias en la Patagonia austral y en los desolados mares del sur.

Aquel día a las 10, una hermosa mañana de principios de septiembre, zarpaba el vapor para los puertos de la Patagonia. Había mucho movimiento en la Dársena Sud. Era precisamente la época de las periódicas emigraciones para la esquila y para todas las actividades en que debe aprovecharse allá la corta temporada del verano.

Muchos pobladores, la mayoría ingleses, australianos y alemanes, que habían pasado el invierno en Buenos Aires, regresaban a sus estancias. Ingenieros de las explotaciones petrolíferas de Comodoro Rivadavia. Comerciantes que habían venido a renovar sus mercaderías. Empleados del gobierno en los territorios nacionales. Religiosos de las misiones salesianas. Una verdadera aglomeración ocupaba la cubierta y los pasillos de primera clase. Los parientes y amigos de los viajeros iban a despedirlos como a quienes marchan al destierro. Grupos de ingleses, reunidos en el bar, bebían ruidosamente. Había hombres con sacos de cuero y con armas, que partían para fantásticas cacerías. Señoras y señoritas, que iban acompañando a sus esposos, padres o hermanos, que nunca habían salido de la ciudad y que esperaban encontrar en la Patagonia un desierto lleno de indios con plumas. Otros que comentaban en voz alta el número de baúles, llenos de ropa de lana, que llevaban para resguardarse del frío.

Mientras tanto en la cubierta de proa, aunque no tan ruidosa, también la aglomeración de los pasajeros de tercera era grande. Inmigrantes yugoslavos que iban para Magallanes. Obreros para los frigoríficos de Santa Cruz y Tierra del Fuego. Algunos nuevos pobladores que partían con sus familias. Policías de los territorios. Aventureros, cazadores. Pero la mayoría eran peones esquiladores que partían en cuadrillas, acompañados de sus respectivos capataces.

Entre la multitud de hombres que iban en tercera clase, se veían pocas mujeres. La mayoría eran ya maduras, aunque había algunas jóvenes. Una se destacaba singularmente por su belleza. Era una rubia como de veinte años que, apoyada sobre la borda, contemplaba indiferente el movimiento que la rodeaba. Los rudos individuos que pasaban a su lado no podían dejar de mirarla largamente, observando su hermosura y su cuerpo gentil y bien formado. Iba vestida pobremente y pronto se supo que viajaba sola.

Había llegado dos días antes de Alemania, su patria, y después de transbordar, seguía a Puerto Deseado para casarse. Un lejano pariente de su familia, al que había conocido en su infancia, y que largos años antes había dejado el pueblo natal en busca de mejores horizontes, le había escrito. Ella al principio se había opuesto, pero como era huérfana, estando al cuidado de unos tíos, para los que era una carga, y como los tiempos eran duros en Alemania después de la guerra, y, siendo pobre, tenía pocas probabilidades de casarse, acabó por aceptar y se embarcó, sacando pasaje con el dinero que él le había remitido con ese objeto.

Desde entonces toda su atención se había concentrado en sus recuerdos de diez años antes, cuando todavía era una chiquilla y se sentaba en las faldas de aquel señor, gran amigo de un hermano mayor suyo que había muerto en el frente. Inútilmente trataba de representarse su rostro de entonces, aunque recordaba que era un hombre muy serio y empeñoso en su trabajo y que su hermano tenía por él un gran aprecio. Debía llevarle unos quince años y, según el retrato que le había enviado, ya empezaba a quedarse calvo, aunque su carácter no podía definirse allí muy bien debido a que se adivinaba un rudo hombre de campo que, para fotografiarse, se había puesto un traje elegante de circunstancias. Ella también, junto con la carta que le escribió aceptando su ofrecimiento, le había remitido su retrato, en el que resaltaba toda su hermosura, el que había hecho tomar especialmente en la casa de un fotógrafo, que vivía cerca de la suya y que cobraba precios dentro del alcance que su escasez le permitía.

Aquella mañana en la Dársena Sud, poco antes de partir, volvió a leer por centésima vez la carta que él le había escrito.

 

“María –le decía– soy pobre pero tengo probabilidades de prosperar. Estoy solo. Tengo unos ampos de alfalfa y algunas ovejas. Vente y formaremos nuestro hogar La vida acá es dura. La soledad es a veces difícil de llevar y llena de nostalgias de la patria lejana. Si vienes podremos ser felices y espero que algún día llegarás a amarme. Marcos Grolman.”

A las 10 y 15, arrastrado por dos remolcadores, el Buenos Aires dejaba la Dársena y, por el canal sur, se perdía lentamente en el lejano horizonte del Río de la Plata.

El viaje al sur, generalmente largo y penoso, le resultaba a María doblemente triste: iba en busca de un destino al que le impelía la necesidad de la vida, y a una región remota que adivinaba ruda e inhospitalaria. Los interminables días de frío y de mar movido, aumentaban su desazón. Sola y cercada por la barrera del idioma, se sentía conducida por fuerzas extrañas a un porvenir incierto que no dejaba de angustiarla.

Desde la salida había tenido, sin embargo, la pequeña alegría de hallar a bordo a un compatriota joven, quien, después de pasar algunos años en las colonias del Alto Paraná, en Misiones, había marchado a la Patagonia, a donde regresaba pensando instalar un pequeño negocio de compra de productos en Colonia Sarmiento, en el territorio del Chubut, para donde se dirigía.

Aunque al principio con alguna desconfianza, pronto se entregó a él íntegramente, porque el hombre le era simpático y parecía honrado y culto. Se pasaban horas enteras conversando en el comedor o sobre cubierta, cuando el tiempo lo permitía. Por ella él supo su historia vulgar y el objeto de su viaje. Él también le contó sus aventuras y sus proyectos. Había llegado a la Argentina cuatro años antes y el porvenir de la Patagonia lo entusiasmaba. Creía poder hacerse rico fácilmente en los negocios de la lana. Enseguida marcharía, tal vez a Australia, tal vez a China. También había pensado trasladarse por un tiempo a Tanganika, en el África Oriental ex alemana, donde tenía algunos amigos, dedicados a la explotación de bosques, que lo llamaban.

La amistad entre ambos se hizo tan asidua, que pronto sirvió para la mayor parte de los comentarios de a bordo. Muchos se sonreían compadeciendo al novio que esperaba. Y, a medida que los días transcurrían, se sentían unidos por lazos que difícilmente hubieran sospechado.

Habían llegado a Madryn. La próxima escala sería Camarones, y después Comodoro Rivadavia, donde él se quedaría. La costa baja y desolada de la meseta patagónica, que se diseñaba interminable sobre el horizonte lejano, era un presagio triste de su próxima separación.

Camarones. El golfo de San Jorge. Y una mañana, al despertarse, el Buenos Aires amaneció anclado frente a Comodoro Rivadavia, a dos kilómetros de la costa. A la distancia se divisaba el pueblo y el puerto en construcción. Más al norte, desde la orilla y dispersándose por los valles y las colinas, se veían las torres de los pozos de la explotación petrolífera del Estado.

Vino la lancha de la prefectura. Los pasajeros que desembarcaban estaban listos con sus baúles y valijas sobre cubierta. Mientras tanto, entre el ruido de los guinches, se bajaba la escala al costado del buque. Él también estaba listo y poco antes de desembarcar, por última vez, repitió su súplica.

–¡María! ¡Quédate conmigo!

Y María se quedó.

Tuvieron la suerte de alcanzar ese mismo día el tren para Colonia Sarmiento, que los llevó por su largo trayecto, en medio de la aridez del desierto. Por todas partes movimiento. Obreros de las explotaciones petrolíferas particulares. Esquiladores. Colonos que habían venido para la llegad del vapor. En todas las estaciones pilas de fardos de lana que esperaban ser transportados al puerto. Gritos. Encuentros fugaces. Conversaciones sobre el precio de la lana y las perspectivas de la próxima esquila.

Al llegar a Colonia Sarmiento, él buscó dos testigos y se casaron en el Registro Civil.

María Aussner

Ludwig Hildebrand

Se instalaron provisoriamente en casa de unos compatriotas que les dieron alojamiento. Y empezó para ellos la dura tarea de edificar sus vidas.

Comenzó a girar la rueda del tiempo. El estableció su negocio, que se inició prósperamente, como esperaba. Fueron naciendo los hijos. Los días se desarrollaban monótonamente, entre el intenso frío y las nevadas del invierno y los días ventosos y el tierral del verano. Una que otra excursión para visitar alguna familia amiga en las estancias vecinas. De vez en cuando un viaje hasta Comodoro, para despedir a alguien que se iba. Y después, siempre la misma constante preocupación en que la lana absorbía todas las conversaciones.

Sin embargo, pronto vino la baja. Los precios llegaron a un límite que significaba la pobreza general para los pequeños negociantes y colonos. Las grandes compañías acaparadoras aprovecharon las necesidades urgentes de los pobladores para explotarlos en forma escandalosa. Ludwig Hildebrand vio en poco tiempo perderse todo lo que había reunido en algunos años de esfuerzos. Y, para compensarse de su mala suerte, comenzó a entregarse a la bebida, a la que la ruda naturaleza patagónica tanto impulsa al hombre.

Para María se inició entonces una verdadera vía crucis. Sus cuatro hijos aumentaban sus inquietudes. Él apenas podía ganarse el sustento trabajando en una compañía de automóviles que hacía el servicio a la cordillera. Debido a sus tareas, a veces pasaba hasta un mes fuera del hogar. Además, cada día más hundido en su vicio, comenzó a maltratarla.

Así pasaron años de verdadero sufrimiento en que vio desaparecer su juventud y su belleza, y que solo resistió por amor a sus hijos y en recuerdo de su idilio Hasta que un día le trajeron la noticia de que Hildebrand había sido muerto en Tecka, en una riña que él mismo había provocado.

Otra vez María se encontró sola en el mundo, a pesar de que en realidad ya hacía varios años que lo estaba. Escribió a Baviera, donde vivía una prima suya que, después de casarse bien, había enviudado y todavía la recordaba. Arregló sus cosas y, con algún dinero que le prestaron, se preparó para regresar a su patria, después de doce años de ausencia que le parecían siglos.

El día que debía partir vino a verla un vecino, ofreciéndole ser transportada hasta el puerto en el automóvil de un amigo suyo de Santa Cruz, que estaba de paso para Comodoro. Podría de ese modo economizar el viaje de tren. Se trataba además de un hombre de toda confianza. María aceptó y, a mediodía, partieron dejando atrás el horizonte árido de Colonia Sarmiento, donde se habían desarrollado tantos sucesos de su vida.

En todo el viaje apenas cambiaron una que otra palabra. Su hijo mayor, de once años, iba sentado adelante, junto al hombre que manejaba. Ella atrás con sus tres niños menores. La curiosidad infantil de las criaturas y sus comentarios era lo único que la distraía del monótono ruido del motor, que los acompañaba.

Durante todo el trayecto ella no pudo dejar de pensar continuamente en todos los acontecimientos que la habían llevado a un destino tan imprevisto. Pasó revista a esos años que ahora se agolpaban en su memoria. Había sido tan desdichada, que no pudo dejar de pensar en todas las otras probabilidades que hubiera tenido en su vida. Una tras otra las fue examinando.

Se detuvieron tres o cuatro veces para abrir algunas tranqueras que cerraban el camino. El hombre era sumamente gentil y, a juzgar por su aspecto, debía ser un estanciero rico.

Cuando llegaron a Comodoro ya obscurecía. Él la dejó en un hotel con sus hijos, anunciándole que pasaría a la tarde siguiente, a la hora de la salida del buque, para llevarla hasta el muelle.

Al otro día, puntualmente, se presentó en su busca. Cargaron las valijas y partieron en dirección al puerto. Era domingo y se veían pocos coches circulando por las calles. En cambio los cafés estaban llenos.

Llegaron. Algunos hombres se encargaron de transportar los bultos En la punta del muelle la lancha estaba lista.

Por último él se despidió.

–Señora he tenido un gran placer en serle útil. Espero que tenga un buen viaje y que no lleve malos recuerdos de estas tierras. Adiós –terminó, extendiéndole la mano–. Mi nombre es Grolman, Marcos Grolman.

Ella reprimió un profundo gesto de asombro que él no alcanzó a percibir. Rápidamente torció la cabeza a un costado, levantando el brazo, como si el viento le llevara el sombrero. Pero pronto volvió a dominarse y, casi serenamente, recogió aquella mano ruda, apretándola entre la suya con fuerza.

–Adiós, señor Grolman. Le agradezco su ayuda de todo corazón. Créame que no me olvidaré de usted nunca. Me llamo María… María Hildebrand.

Él la ayudó a subir y luego, uno a uno, le fue pasando sus hijos. Después se quedó inmóvil, viendo como la lancha se alejaba.

A lo lejos, el José Menéndez, pedía prisa con insistentes pitadas. Tenía urgencia en partir. Iba con más de veinte horas de atraso.

Lobodón Garra fue uno de los seudónimos con que firmaba Liborio Justo, artista y teórico político argentino que nació el 6 de febrero de 1902 y falleció el 10 de agosto del 2003. Este prolífico escritor que vivió hasta los 101 años fue el hijo rebelde del Gral. Agustín P. Justo, quien ocupara, gracias al fraude electoral, la presidencia de nuestro país entre 1932 y 1938, protagonizando junto a otros personajes históricos la tristemente célebre “década infame”. Liborio militó desde joven en el Partido Comunista Argentino y cuenta la historia que en la recepción de su padre al presidente Roosevelt levanto la voz de protesta al grito de ¡Abajo el imperialismo yanqui! Viajero incansable desde su juventud, es autor de una extensa obra bibliográfica en la que se destacan los libros La tierra maldita (1932), Río abajo (1955), Prontuario (1956), León Trotsky y Wall Street (1959), Pampas y lanzas (1962), Bolivia: la revolución derrotada (1967), Nuestra patria vasalla (1968), A sangre y lana (1969), Masas y balas (1974), Literatura argentina y expresión americana (1977), Argentina y Brasil en la integración continental (1983), Cien años de letras argentinas (1998) y Pampas y lanzas II (2002). Fue partidario de una revolución marxista en la Argentina y su ideal era que América Latina se llamase Andesia, el mismo término que empleó el poeta chileno Vicente Huidobro para denominar la alianza de países latinoamericanos que se propuso frenar la hegemonía estadounidense en la región.

Las imágenes que engalanan nuestras Páginas Patagónicas son obra y gentileza de Geraldine Mele Gornes