Sepia

Compartimos con ustedes uno de los relatos que integran Sauce solo libro de cuentos escrito por Sergio Petriw y publicado este año por la editorial independiente Borde Perdido de la ciudad de Córdoba.

Por la chimenea del ranchito se nota que prendieron el fuego adentro, ellos están sentados en el patio.
–El día que se fue había tormenta como esa que se viene.
–¿De dónde Jacinta?, no la veo –deja el mate en la mesita, y lo dice con la mirada perdida.
–Dese vuelta Ramón, la tiene sobre los cerros; vamos dese vuelta y mirelá.
El mate larga un humo que casi no sube, se acomoda en el aire retorciéndose como culebra.
Él está por tomarlo pero no, hoy mate no. Ella sigue:
–Me acuerdo como si fuera hoy: juntó sus cosas; agarró una foto nuestra, esa de color marroncito, dijo que se la llevaba de recuerdo… Cuando se iba se dio vuelta, miró el rancho y los árboles donde sabía jugar, pero a nosotros no. Culpa suya eso, que trataba tan mal a nuestro hijo. Después, pateó unas maderas quemadas. Se fue llorando.
–¡Bah! Los hombres no lloran.
–Ve, así lo trataba usté, igual que a los corderos o a los perros. Por eso casi no viene a visitarnos. ¿Cuándo fue la última vez?
–Para qué lo quiere a ese. Él se fue para la ciudá, que se quede allá ahora.
–Sigue enojado. Usté le dijo algo, sí, porque él ni se anima a entrar. Viene y se queda mirándonos de lejos, me saluda pero no pasa ni la tranquera.
–No le dije nada, Jacinta; si no viene es porque no quiere.
Él mira el mate; el humo quiere subir con pereza.
Un chimango llega volando al nido, con comida en el pico. Un pichón se asoma.
A los lejos, un destello. Ella interrumpe.
–¡Mire Ramón, mire! Ahí está. Nuestro hijo vino a visitarnos, lo veo, allá en el campo del vecino. ¡Hijo, hijo, pase!
Ramón mira de reojo, y vuelve la mirada adelante prestándole atención a cualquier cosa, al nido, menos a eso.
–¡Pero saludeló! No le dé la espalda así –agita la mano en alto–. ¡Hola!
–Qué va a venir ese.
–No sea malo. Si cuando él estaba todo esto era diferente ¿se acuerda? Cuando era chico jugaba con los animales, nosotros éramos jóvenes y agrandábamos el rancho. Después creció y los días lindos nos juntábamos acá mismo a tomar mate y escuchar los pájaros. Estábamos tan contentos. Una vez trajo un fotógrafo y nos sacó unas fotos. En una yo estaba sentada donde ahora, y creo que usté ahí. Después se fue… y ahí todo cambió. No diga que no. Nos quedamos acá solos.
–Nos abandonó, eso hizo. Que se iba a ensuciar, que se iba a doblar el lomo trabajando. No, “el señor” quería probar suerte en la ciudá…
–Por eso no lo perdona usté.
Jacinta vuelve a mirar hacia donde está su hijo.
–Otra vez lo mismo. No quiere entrar, está llorando.
–Vio. Qué le dije. Otra vez mariconeando.
–Se va. ¡No! Ramón, si sigue enojado con él por haber dejado el rancho perdoneló, por favor se lo pido. Si no, no va a querer llegarse hasta acá.
Ramón no dice nada. Jacinta mira a su hijo a los ojos. Su rostro se aleja detrás de la tranquera, hasta desaparecer más allá del campo del vecino.
Un largo rato en silencio, y el humo del mate haciendo un rulo.
–Mire Ramón, las nubes que se vienen.
Él mira de reojo hacia atrás, vuelve los ojos a ella.
–No creo que se largue… –observó el patio, con tristeza.
–Por ahí hoy sí viene a visitarnos. La última vez que vino había tormenta, ¿se acuerda? ¿Cómo le estará yendo allá?… m’hijo.
El mate está en la mesa. Ramón lo mira, pero no toma.
–Ya se debe haber apagado el fogón adentro ¿no?
Ramón puede ver la chimenea desde donde está. Le avisa a Jacinta que todavía hay bastante fuego.
–Digamé: ¿hace cuánto que está prendido? –ella pone cara extraña, confundida con sus propias palabras.
–Ese maricón se tendría que haber quedado acá.
–¿Eh?… –por casualidad mira para el campo de los vecinos–. ¡Vino de nuevo! ¡Al fin, m’hijo, lo extrañaba! –Jacinta quiere pararse pero no puede–. No se vaya esta vez.
Ramón mira todo lo que sus ojos le dejan ver, sentado ahí. El mate caliente, el pichón esperando, la tormenta que viene.
Jacinta ve los ojos de Ramón, y ve lo que él ve. La mano de Jacinta saludando, siempre saludando en alto.
–¿Usté lo sabía?… ¡lo sabía, Ramón!
Entonces Jacinta observa alrededor, se toma todo el tiempo que quiere para mirar el horizonte por detrás de Ramón y la tormenta amenazante y acercándose sin llegar. Hacia arriba la chimenea del rancho. En otro lado la culebra de humo del mate. A la izquierda otro horizonte y, detrás, el rostro de su hijo que los miraba llorando. Cuatro horizontes cuenta.
Susurrando le habla a Ramón, no puede acercarse ni alejarse ni nada en realidad.
–Si por ahí, –le cuesta hablar, le cuesta tragar esa amargura que la degolla al hablar– si usté lo perdona… aunque sea…
–…
–Por favor, así nos sigue visitando, hace tiempo… –dice tiempo y le parece que todo está detenido, y sigue hablando nada más para terminar la frase– que está viniendo pero se queda enfrente.
–¿Vio dónde se queda? ¿Justo dónde?
Jacinta no quiere mirar.
–Él necesita que lo perdone.
–Si él hubiese estado acá cuando pasó eso… Fue tan rápido.
Un largo rato en silencio. El humo del mate hace un rulo.
Pasan meses; el humo del mate hace un rulo.
Él mira a su madre, mira a su padre; se los ve lejos, sentados en el patio. Junta todo con dolor y bronca, y llora. Se seca las lágrimas, hace tiempo los ha perdido. La vida es desgraciada a veces; pero qué iba a hacer él en ese rancho en medio de la nada, donde todo está muerto antes de morirse. Esos ranchos que se prenden con apenas una chispa; adonde los bomberos no llegan.
Después, la tormenta ayudó a apagar todo, pero ya no quedaba mucho.
Si tan solo hubiera podido hablar alguna vez con su padre, pero ahora es tarde. Llora. El padre le decía: maricón, los hombres no lloran.
En un segundo rompe la foto en dos y la quema con un encendedor. Se queda mirando, quizás un poco arrepentido.
–Perdoneló –suplica ella.
–¿Para qué?, si no va a quedarse.
–¡Perdoneló!
Ramón, una vez más, observa el mate, hace tanto que está ahí, amarguito y caliente. El pájaro lo mira, el pichón lo mira.
–Si quiere pasar que pase, pero a verla usté solamente.
–Ahora es tarde, ya es tarde mire: se partió el campo, desapareció el árbol y viene fuego…
–¿De dónde Jacinta?, no lo veo.
–De allá, de aquella esquina del cielo.

Sergio Petriw nació en 1974. Vivió en Moreno –provincia de Buenos Aires– y en el año 2001 llegó a vivir a San Carlos de Bariloche donde comenzó a aprender el oficio de narrador en el ámbito de un taller literario coordinado por la escritora Luisa Peluffo. Algunos de sus cuentos fueron publicados en las antologías Cuentos Fantásticos y de Ciencia Ficción Argentinos (2005); Donde tu historia hace historia (2006); El Arca de los Cuentos (2006); Río Negro: 20 cuentos de selección (2010) y Cuentos Villa de Bilbao (2013). Sus novelas El Hielo Delgado (2010), Escarabajo Pelotero (2017) y La Obstinada Brisa del Tiempo (2020) fueron publicadas por el Fondo Editorial Rionegrino. El relato que compartimos integra Sauce Solo –su primer libro de cuentos– publicado este año por Borde Perdido Editora de la ciudad de Córdoba.

Las imágenes que engalanan nuestras Páginas Patagónicas
son obra y gentileza de Mauro Ochoa